Las desventuras de un dominguero (VIII)

Lo cierto es que después de mi experiencia con los deportes de aventura no debería haberme quedado con ganas de más. Pero uno es así: a un servidor, lo que no lo mata lo hace más fuerte; no se rinde ante la adversidad; busca superar sus límites… Que soy más tonto que hecho adrede, quiero decir.

En fin: el caso es que no sé decirle que no a mis amigos, y ellos se aprovechan de ello para reírse un rato a mi costa. Que yo soy tonto y ellos unos cabritos, por quitarles años. El caso el que los chicos propusieron un fin de semana de aventura. Sólo chicos.

ala delta

 

Como últimamente tengo unas ganas locas de liberar testosterona, dije que sí. Y el viernes nos fuimos a la montaña. Según iba llegando cada uno, le ofrecíamos el saludo oficial de cuando se juntan tres o más amigos y no hay mujeres delante de las que mostrarse delicado: ¡¡eeeeEEEEeeeeh!!

¡Glups!

Tras los preceptivos ¡¡eeeeEEEEeeeeh!!, cenamos y, a los postres, Álex, el organizador (de ahora en adelante, Álex el Cabrito. Es joven) nos contó el plan… ¡¡Ala delta!!  Cuando vieron que me ponía blanco y empezaba a sudar, trataron de calmarme: que si sensaciones de paz, de libertad, que si tranquilo que está todo muy controlado. El caso es que, no sé cómo, me convencieron.

Esa noche apenas dormí: ¿sabes esas pesadillas en las que sueñas que te estrellas? Pues las mías tenían una base real.

Por la mañana con unas ojeras que me hacían parecer un mapache, desayuné, consciente de que ése podía ser mi último desayuno, de modo que me di un atracón pantagruélico. Nos dirigimos en coche al lugar donde nos íbamos a lanzar y adonde había llegado ya mitad del grupo, que se estaba ocupando de montar las alas delta.

Despegando

Desde mi punto de vista, tardaron poco. Como más o menos la mitad éramos novatos en tales lides, nos dieron las instrucciones básicas y nos invitaron a que imitáramos los gestos de los primeros en planear. Luego, cada novato se subió con un veterano.

No sé cómo fui capaz de tomar impulso cuando me lo dijeron, ni cómo no sufrí un ataque al corazón cuando el suelo se acabó debajo de mis pies. El caso es que me encontré de pronto con las piernas dentro del saco y mi compañero diciéndome que lo estaba haciendo muy bien, que relajara y que abriera los ojos, hombre, que me iba a perder el paisaje.

Ante todo, no mirar abajo

Yo, por mi parte, sólo era capaz de repetir para mis adentros, como un mantra, “Nomiresabajonomiresabajonomiresabajonomiresabajo…” Y, cuando abrí los ojos, se me repartió el desayuno entre la boca y otros agujeros menos nobles. Sólo espero que el águila que volaba debajo de nosotros no tuviera sentido del olfato ni sea rencorosa.

Aterrizamos y, después de que tanto mi enfadado instructor como yo mismo nos ducháramos, nos fuimos a comentar la experiencia a un bar del pueblo. Bueno: en realidad, para mi disgusto nos fuimos a comentar MI experiencia y (mis amigos) a reírse el resto del fin de semana de mí.

Las desventuras de un dominguero (VII)

De vez en cuando, me gusta viajar solo, algo que mi familia comprende y respeta. Es más: mi esposa me anima a ello desde que Nelson, aquel chico brasileño que mi mujer se empeñó en rescatar de una situación lamentable, se vino con nosotros a España. Lo conté (lo de Nelson), la última vez que me dejé caer por el blog.

A lo que vamos. Viajar solo.  Disfruto del silencio, de no oír la cháchara incesante de los nenes o las batucadas que Nelson pone a todo volumen y a las que mi señora se ha aficionado tanto que invita al mulato a que las ponga más fuerte aun. Al menos, cierran la puerta de la habitación para no molestarme.

La última excursión en solitario data de la semana pasada, cuando me fui los dos días a un monasterio perdido en medio de la más absoluta de las nadas. Allí, por un precio poco más que simbólico, los monjes te invitan a compartir su modo de vida: trabajo, si quieres, oración, si lo ves conveniente y silencio y comida frugal, quieras o no quieras.

Pax tecum

Tal era el silencio que el viernes, nada más llegar, decidí echarme una cabezada antes de la cena… y me olvidé de programar el despertador, de modo que acabé por despertarme el sábado justo después del desayuno.

Comoquiera que me daba una vergüenza espantosa, le dije al hermano Nosecuantitos que lo que pasaba es que había decidido saltarme la primera comida del día para hacer un piadoso ayuno. El hombre, con una sonrisa socarrona, se llevó el índice derecho a los labios para darme entender que había hecho voto de silencio. O que no podía hablar para no reírse, no lo sé.

La aburrida inactividad…

El caso es que sólo recuerdo un rato más tedioso que el de aquella mañana: la tarde que la siguió. Al menos, antes del mediodía, pasaba el rato teniendo hambre. Pero hasta que llegó la hora de cenar sólo pude dedicarme a ver qué brizna de hierba del atrio crecía más deprisa.

stavropoleos

Tras la cena, y con los cantos de los religiosos sonando a lo lejos, en la capilla, decidí que necesitaba oír algo de ruido, de modo que me deslicé fuera de los muros del convento –dan las llaves muy alegremente, para ser un monumento- y me subí al coche para dejarme caer por algún bar del pueblo, que estaba a unos quince minutos.

¿Paz? ¡Una tregua, es lo que necesito!

Sólo diré que al día siguiente me levanté a la hora de regresar y que los monjes tenían un enfado de mil demonios porque, decían, había intentado meterme a dormir en la celda del padre Prior.

En fin, al menos cuando llegué a casa, me recibió el agradable griterío de los niños y la batucada que compartían Nelson y mi esposa, que debe estar quedándose un poco sorda, porque no hacía otra cosa que gritar “¡Más fuerte, más fuerte!”.

Las desventuras de un dominguero (III)

Como ya estaba harto de que me llamaran dominguero, he cambiado de planes. Creo que no encaja con la idea que todo el mundo tiene de “dominguero” pasarse un fin de semana en Amsterdam. Aunque, bueno, cuando uno no está hecho para viajar, lo mismo da irse a Holanda que a la sierra de al lado de casa.

El caso  es que esta vez no he querido dejar nada al azar: he planificado hasta dónde tenía que leer el periódico. Para empezar, hemos negociado que mi cuñada se quedara con los niños. Lo ha hecho a cambio de que la invitemos a cenar en Nochebuena y Nochevieja, un par de copas y una Tablet para Reyes. No ha sido barato, pero un fin de semana de descanso bien lo vale.

Dominguero

Luego, hemos reservado el vuelo en una compañía baratita, con tres meses de antelación ¿Te quieres creer que por menos cincuenta euros, teníamos pasaje los dos? Tres meses esperando, planificando antes de dormirnos…

L’aventure commence

Llega el día: viernes. Nueve de la noche ¡Volando hacia Amsterdam! ¡Y aterrizando a cien kilómetros! Esas compañías de bajo coste… Bueno: habrá que pasar la noche en el sitio éste. Encontramos, casi por casualidad, cama en un albergue juvenil en el que nos dejan dormir cuando mentimos descaradamente sobre nuestra edad. Se ve que los jóvenes no querían dormir ahí.

… Y es que son jóvenes, pero no tontos ¡Vaya nochecita de frío! Se ve que no se enciende la calefacción más que durante los diciembres calurosos holandeses. En fin: una mala noche la tiene cualquiera. Tomamos un bus hasta la capital de Holanda, a la que llegamos, exhaustos, a eso de las once de la mañana.

Un lugar… pintoresco

El hotel lo hemos elegido por el nombre del barrio. Eso de “Barrio Rojo” tiene que ser tradicional o, como poco, pintoresco. El taxista nos deja a la puerta del hotel, al que subimos para dejar las maletas y mi mujer, que tiene más energía que un central hidráulica, se empeña en irse de escaparates.

Como estoy que no puedo más, mi esposa se apiada de mí y me concede que no vayamos más allá en nuestra expedición de los ventanales del barrio. Una santa, es lo que es. Pero la santa se transforma en un verdadero demonio cuando ve el tipo de género que se vende en los escaparates del Barrio Rojo de la capital holandesa.

Encerrado

“¿Qué miras?” “¿Pero dónde nos hemos metido?” “¡Oye, tú! ¡Que éste es mi marido!” “¿Cómo se dice lagartona en holandés?” “¡Y tú, no las mires!”. Entre gritos, empujones y aspavientos, me lleva de vuelta al hotel, de donde no me deja salir el resto del día. Le falta ponerse a rezar el rosario por mi alma y la de esas pobres chicas.

El caso es que hasta el domingo a mediodía no la convencí de que saliéramos a la calle, aunque sólo fuera a tomar un café. Salimos del hotel con las maletas ya listas para irnos directo al aeropuerto y me concedió tomarme un café.

Me pareció ver un lindo pitufito

Coffee Shop”… “Tienda de café”. Ahí tienen que tener buenas infusiones. La niebla baja y perfumada que nos envuelve nada más entrar debe ser parte de la ambientación. Eso tiene que ser que celebran una fiesta temática sobre Londres.

Al cabo de media hora, esa niebla baja nos tenía a mi esposa y a mí buscando a los pitufos que se escondían en las setas de colorines que estábamos viendo bajo la mesa… Y al cabo de otra media hora, no nos importaba haber perdido el avión.

El regreso

Cuando quisimos volver a la realidad, no nos quedaba otro remedio que sacar dos billetes de autobús y pasarnos el resto del día y de la noche sentados y disfrutando del paisaje. Menos mal que el lunes teníamos turno de tarde en el curro. Y menos mal que ya estoy acostumbrado a estos fines de semana… “intensos”.

Además, luego, en el trabajo, he echado un vistazo y he visto en Internet todo lo que nos hemos perdido, que no es poco. A lo mejor, hasta vuelvo, pero esta vez no se me van a escapar los pitufos.

Las desventuras de un dominguero (IX)

Lo cierto es que la cosa no tenía tan mala pinta. Pero, chico, cuando se trata de mí, no puedo fiarme. No puedo. Y punto. Mira que el parque temático de Warner Bross está a pocos kilómetros de Madrid, tan cerca que casi no llega a la categoría de excursión. Pero, nada: que es salir de casa con la idea de relajarme un poco y que me pase de todo.

Vamos a ver: resulta que, para celebrar que Nelson había encontrado uno trabajo de portero en una discoteca y una habitación en casa de unos compatriotas –esto último, no sé por qué, no le sentó bien a mi esposa-, decidimos pasar un sábado en familia en el parque temático. Lo mismo podíamos haber decidido pasarlo jugando al Trivial, pero no: esta gente quiere salir de casa. En fin.

A primera hora

Total, que salimos prontito, para no tener problemas con el aparcamiento. O esa era idea: el nene que no encuentro mi visera de Mickey Mouse (pero, ¿para qué la quieres si nos vamos al territorio de la competencia? Si es que te encanta provocar); la nena que llora porque le da miedo el Demonio de Tasmania (mira: eso es algo que tenemos en común); la mami buscando un gorra, consolando a la chica y ordenándome que me aparte, que ya que no ayudo, tampoco estorbe.

Total: salimos de casa a las once y media (no sé por qué, pero no me extraña). Llegamos a la explanada que sirve de aparcamiento para La Guarner y nos toca dejar el coche de modo que casi tenemos que llamar a un taxi para alcanzar las puertas.

Engullendo diversión

Cuando llegamos a la taquilla, nos damos cuenta de que nos hemos olvidado de los códigos promocionales, de modo que hemos de pagar el precio completo de la entrada. Bueno: al menos no nos hemos dejado la cartera en casa. No sería la primera vez.

Tras permitir que nos echen un vistazo a la mochila y que nos digan amablemente que no podemos entrar con concomida, engullimos los bocadillos empujándolos con Cocacola. Entramos. A los chicos se les olvidan todos los males y quieren subirse a todo, probarlo todo y dejarse la voz en cada grito penetrante de “Mira, mami, vamos ahí”.

Quién me mandaría a mí…

Después de trotar durante dos horas y pico a paso ligero, mi esposa y yo nos decidimos a subirnos a una de las atracciones: una especie de sofá gigante que te pone cabeza abajo y te mueve de todas las maneras posibles.

Salgo con la comida que he engullido justo en la traquea. Pero lo niños, crueles, no nos permiten un respiro y nos obligan a corretear detrás de los espectáculos, desfiles y atracciones. Basta. No puedo más. El medio grito nos sale al unísono a mi mujer y a mí. Con el permiso de los chicos, nos bebemos un refresco.

Cae la noche, gracias al cielo

De nuevo a correr. Ni que fueran a desmantelar el parque mañana mismo. Por fin llega la hora del cierre. Es una lástima que los niños no tengan carné, porque mi respectiva y yo nos habríamos ahorrado arrastrarnos hasta el coche que, por otra parte, yo juraría que nos habían cambiado de sitio y estaba como cinco kilómetros más allá.

Llegamos a casa. Les damos la cena a los chicos. Hala. Todos a dormir.

Ha sido un día complicado: debo de haber perdido como diez kilos de tanto correr, creo que voy a tardar como una semana en digerir lo que he comido y que, por cierto, casi se me sale por las orejas en aquella atracción infernal.

Música, ruido, niños gritones y maleducados que casi me permiten entender a Herodes… Pero lo peor de todo, lo que me ha molestado, por no decir cabreado profundamente es que… Me ha encantado la experiencia. A ver si volvemos pronto.

Las desventuras de un dominguero (IV)

Ahora que van cayendo las primeras nieves, me vienen a la cabeza mis primeras vacaciones blancas. ¡Y qué recuerdos!… Ya desde pequeñito apuntaba maneras. Debía de andar yo por los diez años, cuando mis padres me anunciaron, un miércoles, que nos íbamos de fin de semana a la nieve. Me alegré una barbaridad.

Pero llegó el viernes y me llevé el primer chasco: no íbamos a ir a Baqueira Beret. Yo, que había fantaseado los dos días que nos separaban del ansiado “finde” con conocer a las Infantas –entonces, en los ochenta, Cristina de Borbón era mi mujer ideal y Elena era… bueno, era-, mientras auxiliaba a Don Juan Carlos de su enésima lesión de esquí.

Las desventuras de un dominguero (IV)

En fin. Lástima. Pero no iba a dejar que el no conocer a mi mujer ideal me desanimara… ¡Que me iba a la nieve! Cuando llegamos, ya había anochecido, de modo que mi padre decidió que sería buena idea cenar y dormirnos pronto.

Los excesos se pagan

En cuanto a la primera parte, sin problema: como a mi padre le gustaba hacer los viajes del tirón, por si acaso el SETA Parda que conducía se paraba y no volvía a arrancar, me quedé sin merienda. Cené como el pequeño salvaje que estaba hecho.

Pero la cena, no sé si por el cambio de agua o porque me cené todo lo que no me había merendado, más la cena, más el desayuno y almuerzo del día siguiente por si no me daba tiempo a comer, me sentó bastante mal.

Suerte de servicios médicos

No sólo yo pasé una mala noche, sino que también lo hicieron mis padres y un malhumorado médico de la estación, más acostumbrado roturas y luxaciones que a un niño con una indigestión de mil demonios. En fin: que nos dormimos a las cinco.

Las desventuras de un dominguero (IV)

A las ocho sonó el despertador, pero las escasas horas de sueño hicieron que no nos levantáramos hasta las once. Cuando íbamos camino del telesilla, con unos esquíes alquilados, mi cara hacía juego con la nieve circundante.

El más mínimo fallo podría ser fatal

Y debí pasar de pálido a cerúleo cuando vi cómo remontaban las pistas: si aquel palo que se suponía que debía ir entre las piernas erraba el tiro podía pasar que me convirtiera en uno de esos castratti que estudiábamos en clase de música… O que no pudiera volver a sentarme con naturalidad en clase alguna.

Tras no pocos lloros, accedía a remontar la pendiente. Y, una vez arriba, fue peor: sólo veía una manera de bajar. Y no me gustaba. ¿Deslizarme por una ladera sobre dos tablas? Eso se le daba bien a los Fernández-Ochoa, pero no era mí, que aprecio demasiado mis articulaciones y una cara que, aunque no es bonita, es funcional.

Si Peret me hubiese visto…

Más lloros. Tantos que el escaso desayuno que había conseguido ingerir acabó manchando la impoluta nieve. No entiendo cómo no provocamos un alud al sumarse mis sollozos a los gruñidos malhumorados de mi padre.

En fin, que tras varios litros de lágrimas cayendo en la nieve (seguro que Peret habría compuesto una buena canción: “uuuuna lágrima cayó en la nieeve”) me decidía a probar a deslizarme, con los esquíes en cuña, como me habían dicho.

Nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado

La sensación de ingravidez, de libertad, de fluidez fue absoluta… Durante diez metros, que fue lo  que tardé en poner los esquíes en paralelo. Envalentonado por llevar varios segundos sin caerme, decidí que era hora de ganar velocidad. Qué sabe un niño de diez años que ha suspendido Ciencias Naturales de la gravedad y de sus nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado.

Penguin Peak summit. Chugach Mountains, Alaska

Las últimas palabras antes de despertarme en el hospital fueron “¡¡Que alguien quite de ahí esa árb!!… ¡uf! Cuando me desperté, ya en planta, lo hice chillando “¡¡…Boooool!!”, completando la frase que un pino inoportuno y maleducado había interrumpido.

Un extraño despertar

Era martes. Me había perdido un par de días de escuela y, encima, como los médicos confundieron mi alarido con que había cantado un gol, decidieron que sería buena idea que me visitara la estrella del equipo de la ciudad, que casualmente estaba ingresado por una torcedura de bota, o algo similar. A mí. Que de fútbol sólo sé que los jugadores se depilan las piernas.

Yo temía el enfado de mis padres por haberles chafado el fin de semana, pero, cuando vieron que su hijo abría los ojos y la garganta con tal entusiasmo, decidieron que un chico de tanta energía y gracia no merecía que permanecieran enfurruñados demasiado tiempo.

Un beso para papá y otro para mamá

Aunque no acabe de venir a cuento, he de decir que en ésta y otras ocasiones mis padres se portaron como verdaderos santos. De hecho, sólo he visto a mi padre enfadado de verdad una vez:

La única ocasión en la que mi progenitor no dejó al Santo Job por un histérico fue cuando, al año y pico de todo aquello, cuando yo empezaba a recuperar la forma física tras rehabilitarme de una muñeca, una pierna y cuatro costillas rotas alguien dijo que deberíamos ir a celebrar mi salud a Baqueira Beret, a ver al Rey y a las Infantas.

Ese alguien pagó la furia de mi padre cenando sopa por Nochevieja, en el hospital, con pajita. Desde entonces, prefiero que las vacaciones sean en la playa y con buen tiempo.

Las desventuras de un dominguero (XI). La acampada: día uno (y no más)

Me desperté, rígido como un listón de encina. Un listón de encina, por cierto, carcomido, porque me dolían músculos que no recordaba haber visto en ningún atlas de anatomía. Y, hablando de atlas, nada más acabarnos el desayuno –reconozco que me lo zampé con apetito-, aún en la cafetería del camping, apareció de la nada un mapa en las manos de mi mujer (no podía ser un billete de quinientos: tenía que ser un mapa…).

Pico de no sé qué, cueva de no sé cuántos, ruta de la migración de la golondrina emigrante, peregrinación al Santuario de Nuestra Señora del Quinto Pino… Cuando pregunté a cuál de todos esos sitios íbamos a ir, se me rieron y dijeron que  los íbamos a ver todos.

– Pero, ¿no íbamos a estar sólo un fin de semana? –me alarmé.

– Claro: es una ruta senderista para hacerse en un día –me explicó, paciente, mi esposa.

El caso es que yo miraba alternativamente al mapa y a las cuatro esquinas de la cafetería, a ver dónde estaba la cámara oculta. Y, comoquiera que nadie era un presentador disfrazado, acabé por rendirme ante la evidencia: Me esperaba una caminata indigna hasta para un caballo por caminos que, de obligar a una cabra a recorrerlos, los de Greenpeace nos denuncian por poner la vida del animal en peligro.

Vamos allá

Por más que lo intenté, mi familia me conoce ya demasiado como para creerse que, justo antes de una excursión, me he agarrado la gripe piscícola. De modo que me cargaron con la mochila y se aseguraron de que estaba calzado, vestido y con la visera puesta, para que no me quedaran excusas por las que regresar a la tienda.

Las dos primeras horas fueron… tolerables. Pero, en cuanto el camino se fue volviendo irregular y mis pies ya no pisaban la mullida hierba, empezó a dolerme todo y, entre ays, huys y cuánto queda cada diez pasos llegamos a lo que se suponía que era un mirador y que yo llamaría un barranco vallado precariamente. Allí almorzamos y tomamos un, para mí insuficiente, resuello.

Volvemos acá

Hala, más kilómetros. Comimos, como en la canción, a la sombra de los pinos que rodean una ermita. La familia aprovechó la breve sobremesa para visitarlo. Yo, para morirme un poco. Comenzamos el regreso, rodeando el valle, hacia el camping.

Y yo que creía que cuesta abajo y con la mochila aligerada de comida y agua todo iba a ser más fácil. Seis veces me fui de bruces, sin contar el testarazo que me di con una estalactita de la cueva que visitamos y sin cuya visión la excursión estaría incompleta. Pues yo puedo presumir de que no sólo vi la cueva sino también las estrellas desde su interior.

Llegamos. Cenamos. Dormimos. El domingo, herido y con agujetas hasta en los dedos, regresamos a la civilización. No quiero oír nada sobre ese sitio en lo que me resta de vida ¡Ay!

Las desventuras de un dominguero (X). La acampada: noche uno

Yo no quería. De verdad que no. Pero, claro, cuando la familia se empeña, se empeña y el fin de semana pasado tuve que elegir entre irme de acampada o someterme al frío desprecio de mi mujer y mis hijos durante varias semanas. Y, claro, para variar, elegí la opción equivocada: me fui con ellos.

Iba a ser un fin de semana de fogata y tienda de campaña, de caminatas al aire libre, tomando el fresco, el sol y el aire sin de contaminación. Para ello, y como los míos no querían pasarse una semana oyéndome lloriquear: que si no quiero ir, que no me apetece, que estas cosas acaban como acaban…, panificaron todo en secreto y el viernes, a media hora de salir, cargaron el coche con las mochilas, con las tiendas y conmigo.

Las únicas escapatorias eran quedarme en una gasolinera en mitad de la nada o saltar en marcha. Y, como no me atraían ninguna de las dos ni el mal trato psicológico que me esperaba en caso de adoptarlas, opté por cerrar la boca y resignarme a un fin de semana de diversión en familia.

Las primeras horas

Con esto de que los días van siendo más largos, aún brillaba el sol cuando llegamos a la zona de acampada. Un sitio en mitad de la Sierra cuyo nombre he hecho todo lo que he podido por olvidar. Al menos, estábamos rodeados por otros campistas, no a merced de las alimañas, los insectos y las hierbas venenosas.

A la cuarta vez que una de las gomas me saltó a la cara y después de martillearme los dedos otras tres o cuatro, veces, los míos se apiadaron de mí y decidieron montar la tienda de campaña ellos solitos. Casi acabo por llorar de emoción, alivio y agradecimiento.

Una noche difícil

Cenamos en la cafería del camping y nos fuimos al saco los cuatro. Nótese que escribo “al saco”, no a dormir. Lo malo de los camping es que no hay paredes. No digo más: en una noche aprendí alemán, francés, inglés, italiano y un extraño idioma compuesto de suspiros y jadeos.

Si al ruido nocturno añadimos que eso de dormir sobre el suelo no se hizo para mí, el resultado es una noche en vela en la que empezaba a conciliar el sueño justo cuando el sol empezaba a teñir de colores el interior de la tienda…

… Momento en el que mi esposa y mis hijos decidieron que era hora de despertarme. Lo que ocurrió el sábado es digno de otro escrito, que llegará muy pronto

Las desventuras de un dominguero (I)

¡Albricias! ¡Un fin de semana largo! Salgo el jueves a las siete de la tarde y hasta el lunes a las ocho de la mañana no me ven el pelo. Bueno, el pelo de la barba, que el de la cabeza hace ya unos años que no se me ve… ¡Me voy de finde a la playa!

El jueves por la noche, preparando las maletas hasta las dos de la mañana después de explicarle a los nenes que sí, que vamos a la playa, pero  descansar, que eso de bañarse con quince grados de temperatura ambiental no es bueno.

Dominguero

Que llévate algo de abrigo. Que nos vamos tres días, no tres meses. Que si has revisado el coche. Que sí, que no… Total, las cuatro. Y mañana queremos salir sobre las siete para evitar el atascazo.

Comienza la odisea

¡Riiiinnnggg! Pocas veces sienta tan mal el despertador como al inicio de un “finde” largo. Y pocas veces mejor la ducha y el café para despertarse. Vamos, chicos, arriba. Ya me veo paseando tranquilo por el muelle, o pescando sin que nadie me moleste. Entre despertares, higienes y desayunos, salimos a las ocho y seis minutos de casa. Como varios millones de viajeros más. Ríete tú de la hora punta.

Tras el “Concierto de claxon en piiiii mayor sostenido hasta que se nos cae”, alcanzamos la autovía con tráfico medianamente fluido a eso de las once. El chiquillo tiene que ir al baño. La chiquilla debería haberlo hecho hace diez minutos. Bienaventurado el inventor de las áreas de servicio.

Un alto en el camino

Mamá cambiando al bebé. El chico en el baño y yo dándome de codazos con un camionero de metro noventa, malhumorado porque tiene que trabajar, para pedir dos cafés, una limonada y… ¿Qué era lo que su madre había dicho que tomaría el bebé? ¿Cerveza?… No… ¿verdad?

En fin, a las doce, tras soportar malos modos y peores humores de los felices viajeros, retomamos la ruta. Trescientos kilómetros, tres estaciones de servicio, una comida con sabor y textura de cartón y un pañal más tarde, llegamos al hotel. Las cinco de la tarde. Todo un record.
Atascazo

¡No hay tregua!

Cuando me dispongo a disfrutar de una merecida siesta, mamá me taladra con la mirada. Que cómo que siesta, que nos vamos a ver el pueblo que es precioso. Resistiendo la tentación de darle las llaves del coche y de la habitación, sonrío y con un “sólo eran cinco minutos para estirar la espalda”, me incorporo. Me duelen hasta las patillas de las gafas.

El paseo se prolonga hasta que cae el sol, momento el que casi grito de alivio y placer al descansar mis maltrechos huesos en una silla de restaurante indigna hasta para un faquir. La cena. Como es un restaurante “para turistas” o como nos han visto cara de tontos, por dos menús del día y un plato de lomo con patatas nos cobran 70 euros.

El merecido descanso… Si podemos

Al hotel. A dormir. Y mañana será otro día, si es que la juerga de la calle y la parejita de la habitación de al lado me dejan descansar un rato para que pueda distinguir entre hoy y mañana.

¿A quien se la ha ocurrido la brillante idea de pedir que nos despierten a las ocho? Ah. Claro. A mí. Es que hoy nos vamos de visita a los pueblos de alrededor, que son muy bonitos y muy turísticos.

Después de pasarnos la mañana pateando un pueblo muy típico (se ve que lo típico de aquí es que un pueblo sean cuatro casas pintadas de naranja), a comer. Esta vez unos bocadillos, que la cena de anoche nos dejó la cartera para pocas bromas.

Con las fuerzas renovadas

Seguimos ruta hasta la hora de la cena esquivando a unas señoras que pretenden vendernos artesanía local y que se molestan cuando les digo, a la quinta vez que nos insisten, dónde puede colgarse su esposo, si es que lo tienen, los collarcitos hechos con cantos rodados. A la cama, a ver si mañana podemos relajarnos.

Playita

Como es sábado, la francachela de la calle me desquicia hasta  tal punto que juro sobre el Libro Gordo de Petete que no vuelvo a salir de fin de semana. Encima, mi equipo de fútbol ha perdido por cero a seis Eso me pasa por ser del Atlético Villaquetempujo.

El regreso de Ulises

Domingo. Hacemos las maletas. Que no se quede nada ¿Y el bebé? ¡Ay, qué cabeza! Vamos a la tienda regalos. Esa que no cierra ni por defunción del dueño ¿Qué es típico de aquí para llevarle a una familia y amigos que esconderán el regalo en un cajón en cuanto salga por la puerta? Pago por unos collares de cantos rodados el triple de lo que me pedían ayer mismo las vendedoras callejeras.

Comemos. Salimos. Cuatro estaciones de servicio. Dos pañales. Un atasco de dos horas. A la cama ¿Cuánto queda para el próximo fin de semana de tres días o para el próximo puente? ¿Cuánto tiempo para reponerme, trabajando ocho horas diarias me queda hasta la próxima visita turística? ¿Es legal quemar mi propio coche para no tener que salir de la ciudad nunca más?

Las desventuras de un dominguero (V)

Descartada la nieve por experiencias pasadas y la playa porque hace un frío que los pescadores ya sacan las lubinas del mar ultracongeladas, me quedaba irme estas fiestas a la casa de mis primos los del pueblo. El caso es que, para ir haciendo boca, nos invitaron ya el pasado de Diciembre puente a que lo pasáramos con ellos, de modo que allá fuimos.

Tras perdernos unas diecisiete veces y que el GPS nos indicara que habíamos llegado cuando estábamos en medio de la nada, por fin entrábamos en un pueblo castellano de un tamaño tal que se veía la salida antes de entrar. Diciembre. Castilla. Y León. Tres de la mañana. La helada era tal que se nos habían congelado hasta las ganas de llegar.

Las desventuras de un dominguero (V)

Menos mal que mis primos (bueno: mi primo, su esposa y sus dos hijos) ya me conocen y, entre eso y que los llamaba cada media hora por teléfono para comunicarles lo perdido que estaba o cuánto me sonaba el monumento que dejábamos, ora a la derecha, ora a la izquierda, según el GPS y el gracioso de mi primo nos dirigieran hacia Lugo o hacia Almería.

El dulce despertar

En fin: que llegamos la noche del jueves al viernes 7 a las tres de la mañana. Dormimos. O casi, porque a las seis ya estaba el hijo de mi primo, que anda por los doce años, uno más que su hermana, llamándonos a gritos.

Mirando al despertador, del tamaño de un balón de fútbol que teníamos en la mesilla y asegurándome de qué horas de la madrugada eran aquéllas, respondí, gritando amablemente:

– ¡Pero, vástago de Belcebú! ¿Qué horas son estas de dar voces?

– ¡Vamos, primo! – contestó alegremente el descendiente de Luzbel- ¡Que hay que echar el fuego y prepararse pa’ la matanza!

En ese momento, se me encendieron todas alarmas anti catástrofe. Tenía que haber salido corriendo y subirme al primer cohete a Neptuno. Pero no lo hice. En cambio, sollozante, agité a mi esposa, a la que el escándalo sólo había hecho rebullirse en las sábanas.

Una mejilla contra cinco dedos, un duelo desigual

La primera, en la frente. Bueno: en el ojo. Mi consorte, asustada por haberla agitado (no la despertaría un terremoto, pero sí el roce de una pluma. No lo entiendo), soltó un brazo. Yo juraría que oí un silbido fiiiuuuu antes de que mi señora –lo de señora es un decir- me estampara los cinco dedos en la cara.

Así, calentito, me acerqué a la habitación de mis hijos, a los que desperté tocándolos con una caña de bambú de dos metros de largo, por si tenían el despertar de su madre. Sin más accidentes, bajamos al patio de la casa de campo, donde nos esperaba un vaso de aguardiente, un trozo de pan, tocino, diez grados bajo cero y una sola hoguera para calentar a los veinticinco presentes.

El brebaje

¿Cómo era posible que alguien pudiera estar de tan buen humor a tan malas horas y en tan precarias condiciones? Enseguida di con la respuesta. En cuanto probé el brebaje que los lugareños llaman aguardiente y un servidor bautizó con el nombre de “aaaargggghhhhhestohacequetecrezcanpelosenelpechoohhhhh”. El caso es que el líquido me calentó y animó.

Tanto que, cuando llegó la hora de matar al animal y sacarlo al patio para tumbarlo sobre un carro convertido para la ocasión en ara sacrificial, yo fui el primer voluntario. No me importó hacerme notar, a pesar de los rumores que circulaban ya en cuanto la luz del sol hizo evidente la marca de la mano de mi esposa en la mejilla.

Un animal terco y de sangre… sangrante

El animalito resultó ser una mole de casi doscientos kilos al que no le apetecía echase la cabezadita sobre el carro. Tres pisotones, dos mordiscos y una herida inciso-cortante de origen incierto después, el cerdo del gorrino estaba tumbado en el que sería su lecho de muerte.

Cualquiera en mi lugar se habría alegrado cuando el cuchillo del matarife hiciera su trabajo contra mi agresor. Yo mismo iba a decir entre dientes “¡sufre, cerdo!”. En su lugar, me salió un “Ssss…” y me caí redondo al suelo. Es que no soporto ver la sangre, aunque sea de un cerdo enemigo…

¿Recuperando?

Fue mi mujer quien me acercó al ambulatorio del pueblo de al lado, algo que luego me agradecería, puesto que eso la liberó de acabar de limpiar los intestinos del animal en el arroyo que pasa cerca del pueblo. Tuvimos que convencer al médico de que veníamos de una matanza, y no de un ring de boxeo.

El resto del día se resume en comer como sólo se come en los pueblos y dormir como sólo los de ciudad dormimos en el campo… Hasta que a las seis y media de la mañana el muy hijo de… mi primo vino a despertarnos de nuevo. Por suerte, mi esposa sí oyó esta vez al chico, de modo que me ahorré el riesgo de otro despertar violento. Aunque yo sí me quedé con ganas de ponerme violento con el muchachuelo.

El destrozo

Tocaba despedazar al animal. En sábado. Menos mal que no me dieron a mí el cuchillo. Pero, con todo, no me libré de acarrear mis buenas piezas de carne. Ahora, mis riñones y yo sabemos cuánto pesa un jamón. En mitad de la mañana, alguien echó unos trozos de carne a la hoguera y, oye, no está nada mal. Es una pena que se empeñen a acompañarlo todo con “aaaargggghhhhhestohacequetecrezcanpelosenelpechoohhhhh”.

En cuanto me enteré de para qué querían la carne picada y de que el plan del domingo era rellenar tripas con carne picada y en adobo para lo que luego serían chorizos, miré de reojo a mi mujer. Tomamos ambos a los niños en volandas, los lanzamos a la parte trasera del coche y salimos de allí dejándonos media rueda en la línea de salida.

Vendetta

Recorrimos los ciento diecisiete kilómetros hasta nuestra casa en cuarenta y tres minutos y dieciséis segundos. Contando el callejeo por el casco urbano y el parón para recibir una multa por exceso de velocidad.

Más que irme al pueblo, estas Navidades voy a invitar a mis primos a que se pasen por la ciudad… Y a que compren los regalos en El Corte Inglés el día 23 a las ocho y media de la noche. La venganza es un plato que se sirve frío. Y a las malas, no me gana nadie.

Las desventuras de un dominguero (VI)

Si es que no. Si es que no puede uno salir de vacaciones. Y no siempre es culpa mía que me ocurran determinadas cosas, pero cuando uno está hecho para quedarse en casa, debería ponerse una pulsera con geolocalizador que le diera un calambre de diez mil voltios cada vez que salga de los límites de su ciudad.

Veamos: Navidad. Con sus correspondientes días de vacaciones. Engañamos a los primos del pueblo para que no se vengan, diciéndoles que estamos aquejados de la gripe equina. Les colocamos los chicos a mis suegros. Nos vamos mi señora y yo a pasar unas Navidades a un sitio donde haga calor.

Aunque el viaje cuesta un riñón, un ojo de la cara y medio hígado, nos vamos al Hemisferio Sur, concretamente a Sao Paulo, a Brasil. Confieso que llevaba los ojos llenos de “mulatonas caribeñas que ponen a la peña de pie”, que diría Joaquín Sabina, ya antes de salir de Barajas.

La calma previa a la tormenta

El caso es que todo iba extrañamente bien. Incluso había empezado a relajarme y disfrutar de una estancia en la que, por lo demás, cada vez que se me iban los ojos detrás de una mujer –mulata, blanca o negra-, me llevaba el pescozón correspondiente de mi esposa, de modo que casi me sale chepa de tato mirar al suelo y se me seca la garganta de decir: “¿Mujer? ¿Qué mujer, si yo sólo te estaba mirando a ti?”

Fiestas en la piscina, playita  a un rato en coche (incluso sin tiburones, algo raro, tratándose de mí)… pero claro, como decía el Lazarillo de Tormes, “Poco tura la alegría en casa del pobre”. A mi mujer le pasó lo que nunca le había pasado: le entró la vena navideño-solidaria.

La tormenta

En el resort conocimos a un chavalote de veinte años, moreno él, metro noventa, con una musculatura que podría usarse para dar una clase de anatomía. Nelson. El caso es que el chico se ganaba la vida como animador de fiestas, pero por un salario ridículo, de modo que mi esposa decidió solucionarle las Pascuas con unas propinas dignas del Ritz.

Y eso no era todo: ante las buenas propinas, Nelson empezó a tratar mejor a mi esposa, ayudándola cada vez que se torcía un pie o se resbalaba. No es que mi señora sea especialmente torpe, pero se ve que le afectaban las caipirinhas, porque cada vez se iba al suelo con más frecuencia.

Unos médicos muy lentos

Aprovechando su fuerza, era Nelson quien la tomaba en brazos y con un “yo la llevo, tranquilo” se la llevaba a la enfermería. Por cierto que los médicos brasileños son muy lentos. Dos horas atendiéndola y ni siquiera le ponían un vendaje.

El día antes de regresar tuvimos la discusión: ella se empeñó en que Nelson tenía que venirse a España, en busca de una vida y un sueldo mejores. Y cuando mi mujer se empeña en algo, lo consigue, de modo pagamos un dineral por un visado de estudiante falso y nos trajimos al brasileño a España.

Por ahora, Nelson vive en casa. Los niños se han encariñado con él, así que yo no me atrevo a echarlo. Mi esposa se tuerce el tobillo cada vez con mayor frecuencia. Pero está de mejor humor cuando regreso del trabajo, eso sí.

Solidaria que es ella.