Las desventuras de un dominguero (VII)

De vez en cuando, me gusta viajar solo, algo que mi familia comprende y respeta. Es más: mi esposa me anima a ello desde que Nelson, aquel chico brasileño que mi mujer se empeñó en rescatar de una situación lamentable, se vino con nosotros a España. Lo conté (lo de Nelson), la última vez que me dejé caer por el blog.

A lo que vamos. Viajar solo.  Disfruto del silencio, de no oír la cháchara incesante de los nenes o las batucadas que Nelson pone a todo volumen y a las que mi señora se ha aficionado tanto que invita al mulato a que las ponga más fuerte aun. Al menos, cierran la puerta de la habitación para no molestarme.

La última excursión en solitario data de la semana pasada, cuando me fui los dos días a un monasterio perdido en medio de la más absoluta de las nadas. Allí, por un precio poco más que simbólico, los monjes te invitan a compartir su modo de vida: trabajo, si quieres, oración, si lo ves conveniente y silencio y comida frugal, quieras o no quieras.

Pax tecum

Tal era el silencio que el viernes, nada más llegar, decidí echarme una cabezada antes de la cena… y me olvidé de programar el despertador, de modo que acabé por despertarme el sábado justo después del desayuno.

Comoquiera que me daba una vergüenza espantosa, le dije al hermano Nosecuantitos que lo que pasaba es que había decidido saltarme la primera comida del día para hacer un piadoso ayuno. El hombre, con una sonrisa socarrona, se llevó el índice derecho a los labios para darme entender que había hecho voto de silencio. O que no podía hablar para no reírse, no lo sé.

La aburrida inactividad…

El caso es que sólo recuerdo un rato más tedioso que el de aquella mañana: la tarde que la siguió. Al menos, antes del mediodía, pasaba el rato teniendo hambre. Pero hasta que llegó la hora de cenar sólo pude dedicarme a ver qué brizna de hierba del atrio crecía más deprisa.

stavropoleos

Tras la cena, y con los cantos de los religiosos sonando a lo lejos, en la capilla, decidí que necesitaba oír algo de ruido, de modo que me deslicé fuera de los muros del convento –dan las llaves muy alegremente, para ser un monumento- y me subí al coche para dejarme caer por algún bar del pueblo, que estaba a unos quince minutos.

¿Paz? ¡Una tregua, es lo que necesito!

Sólo diré que al día siguiente me levanté a la hora de regresar y que los monjes tenían un enfado de mil demonios porque, decían, había intentado meterme a dormir en la celda del padre Prior.

En fin, al menos cuando llegué a casa, me recibió el agradable griterío de los niños y la batucada que compartían Nelson y mi esposa, que debe estar quedándose un poco sorda, porque no hacía otra cosa que gritar “¡Más fuerte, más fuerte!”.