Las desventuras de un dominguero (XI). La acampada: día uno (y no más)

Me desperté, rígido como un listón de encina. Un listón de encina, por cierto, carcomido, porque me dolían músculos que no recordaba haber visto en ningún atlas de anatomía. Y, hablando de atlas, nada más acabarnos el desayuno –reconozco que me lo zampé con apetito-, aún en la cafetería del camping, apareció de la nada un mapa en las manos de mi mujer (no podía ser un billete de quinientos: tenía que ser un mapa…).

Pico de no sé qué, cueva de no sé cuántos, ruta de la migración de la golondrina emigrante, peregrinación al Santuario de Nuestra Señora del Quinto Pino… Cuando pregunté a cuál de todos esos sitios íbamos a ir, se me rieron y dijeron que  los íbamos a ver todos.

– Pero, ¿no íbamos a estar sólo un fin de semana? –me alarmé.

– Claro: es una ruta senderista para hacerse en un día –me explicó, paciente, mi esposa.

El caso es que yo miraba alternativamente al mapa y a las cuatro esquinas de la cafetería, a ver dónde estaba la cámara oculta. Y, comoquiera que nadie era un presentador disfrazado, acabé por rendirme ante la evidencia: Me esperaba una caminata indigna hasta para un caballo por caminos que, de obligar a una cabra a recorrerlos, los de Greenpeace nos denuncian por poner la vida del animal en peligro.

Vamos allá

Por más que lo intenté, mi familia me conoce ya demasiado como para creerse que, justo antes de una excursión, me he agarrado la gripe piscícola. De modo que me cargaron con la mochila y se aseguraron de que estaba calzado, vestido y con la visera puesta, para que no me quedaran excusas por las que regresar a la tienda.

Las dos primeras horas fueron… tolerables. Pero, en cuanto el camino se fue volviendo irregular y mis pies ya no pisaban la mullida hierba, empezó a dolerme todo y, entre ays, huys y cuánto queda cada diez pasos llegamos a lo que se suponía que era un mirador y que yo llamaría un barranco vallado precariamente. Allí almorzamos y tomamos un, para mí insuficiente, resuello.

Volvemos acá

Hala, más kilómetros. Comimos, como en la canción, a la sombra de los pinos que rodean una ermita. La familia aprovechó la breve sobremesa para visitarlo. Yo, para morirme un poco. Comenzamos el regreso, rodeando el valle, hacia el camping.

Y yo que creía que cuesta abajo y con la mochila aligerada de comida y agua todo iba a ser más fácil. Seis veces me fui de bruces, sin contar el testarazo que me di con una estalactita de la cueva que visitamos y sin cuya visión la excursión estaría incompleta. Pues yo puedo presumir de que no sólo vi la cueva sino también las estrellas desde su interior.

Llegamos. Cenamos. Dormimos. El domingo, herido y con agujetas hasta en los dedos, regresamos a la civilización. No quiero oír nada sobre ese sitio en lo que me resta de vida ¡Ay!