Las desventuras de un dominguero (XIII): The Lisbon connection – L’aventure commence!

Escribo poco y, entre texto y texto, suceden muchas cosas. Pero a mí, muy poquitas. Por eso, un fin de semana romántico es un verdadero notición. A ver, que empiezo por el principio, por explicar el porqué de irme con mi señora a Lisboa de jueves a domingo:

Se ve que Nelson, el prohijado de mi esposa, ha decidido emanciparse. Dice que ha encontrado un apartamento que comparten unos compatriotas y que se va con ellos. Por lo que sé, quien lo ha convencido es una compatriota en concreto, pero tampoco he querido darle detalles a mi señora. Pobre. Bastante sufre ya con el síndrome del nido vacío (a pesar de que nuestros dos hijos siguen en casa y, visto lo visto, lo harán durante muchos años).

Lisboa

A lo que voy: he visto a mi mujer tan triste que he decidido regalarle unos días en Lisboa. Sin campo, sin bosque, sin naturaleza ni gente que viva en ella… ¿qué podía salir mal? Total, que hice la reserva por internet y, llegado el día, nos subimos al coche y… L’aventure commence, mon amour!

Día uno: el viaje

Jueves. Siete de la mañana. Tras pedir un par de días libres en el trabajo (mi jefe será un cretino, pero es un cretino legal), nos encontrábamos con cuatro días para ir a Lisboa, disfrutar de nuestro amor y volver. Y los nenes, con los yayos. Carretera.

Yo no sé si es que soy así de tonto o es que el gepeese me tiene manía. El caso es que, para haberle indicado que nos llevara por la ruta más rápida y sin peajes, a las once estábamos tomando un tentempié en el bar de un pueblecito tras haber abonado quince euros de peaje. Bueno, tampoco era para tanto, teniendo en cuenta los días de vino (de Oporto)  y rosas que teníamos por delante.

En Lisboa

Llegamos a Lisboa –no sin haber dado unos cuantos rodeos y pagado en tres peajes más) a eso de las siete de  la tarde (y el navegador decía que eran cinco horas y media… ya. Será en un fórmula  uno). Tras callejear durante una horita más, dimos con el hotel. Todo muy bonito y con pinta de caro, pero, oye, un día es un día.

Nos acomodamos en la amplia habitación de matrimonio y desde ese momento comenzó una de esas experiencias que uno atesora para no volver a repetir. Claro que, como venganza contra el mundo, voy a dejar el relato en suspenso hasta la próxima entrega de mis desventuras. No voy a ser yo el único que sufra en esta vida, ¿no?