Hoy, al mirar por la ventana he visto el cielo gris, he oído el stacatto de la lluvia sobre el tejado de chapa y, qué quieres que te diga, me he puesto nostálgico. Cumplo a rajatabla dos de los tópicos que se nos atribuyen a quienes provenimos de la verde y bella Galicia:
Respondo a las preguntas con más preguntas ¿Cómo que por qué? ¿Y por qué no iba a hacerlo?; y no me molesta en absoluto la lluvia. Bueno… hay un tercer tópico que también comparto. Pero eso era un secreto que voy a compartir contigo. Porque sí, porque me caes bien.
El sonido quejumbroso a veces y casi siempre alegre –o la inversa, según quien la escuche- de la gaita me emociona hasta a lágrima. No se trata de morriña (palabra de la que los gallegos somos orgullosos inventores) ni de que tales o cuales notas me hagan sentir de una u otra forma: es algo más complicado y primitivo a la vez.
Los muros de Jericó
Es el timbre, el sonido de la gaita el que hace que vibre algo dentro de mí y, como los muros de Jericó al sonido de las trompetas israelitas, algo se caiga en la pared social de que los hombres no lloran y un tipo con barba espesa de dos semanas acabe llorando como un bebé de la edad de las puntas de su vello facial.
Con todos mis respetos para leoneses, asturianos, aragoneses, cántabros, zamoranos, escoceses, ingleses, irlandeses y demás pueblos que cuentan con uno u otro tipo de gaita entre sus instrumentos tradicionales, hoy me voy a mi Galicia natal, de la que me fui, pensando como escribió Rosalía de Castro, “Adiós, ríos; adiós, fontes; / adiós, regatos pequenos; / adiós, vista dos meus ollos: / non sei cando nos veremos. / Miña terra, terra miña, / terra donde me eu criei (…)”
Galicia, en todos los sentidos
Una Galicia a la que, una vez instalado en tierra amiga y acogedora como pocas pero completamente distinta, como es la manchega, regreso de vez en cuando para visitar a quienes allí quedaron y para volver a llenar mis pulmones de aire de fraga (bosque) y saciar mis ojos de mar.
Una Galicia que acoge al hijo pródigo como la madre que, por acostumbrada que esté a que sus pequeños se vayan de casa, siempre los recibe con un beso en la mejilla y un abrazo cálido, acogedor. “Hola, fillo, ¡qué fraco! Ven, toma un caldiño que trae-la alma fría” y, con un caldo de verduras, legumbres, carne, tocino y amor, nos llena de calor el estómago y el alma.
Un regreso a Galicia, la que sabe a tierra, a bosque, a mar; Galicia que suena a madre, padre, a los tuyos, tus hermanos; Galicia, que huele a día gris en una visión del paraíso apenas rozado con la punta de los dedos. En todos los sentidos, Galicia.