La frase “tan cerca y tan lejos” ha tomado verdadero y cruel sentido: ayer, al poco de salir de Tricastela, como casi siempre antes de que amaneciera, la falta de luz y el cansancio se aliaron para poner fin a mi Camino de Santiago.
Me había decantado por la opción de etapa más larga, pero más llana, la que transcurre por Samos y, nada más tomar el sendero que me llevaría a San Cristóbal, tras haber caminado del orden de tres cuartos de hora, lo que me pareció un bache o un desnivel ha supuesto que me torciera el tobillo derecho.
La caída ha sido más humillante que dolorosa –por fas o por nefas, estaba solo en el tramo-, de modo que farfullando de una forma muy poco propia de un peregrino y, habida cuenta de que el dolor se mantenía dentro de los umbrales de lo soportable, renqueante, he seguido la marcha.
Con los dientes apretados y los ojos arrasados en lágrimas
No recuerdo haber caminado nunca seis kilómetros tan largos. Contrariamente a lo que esperaba, según he ido avanzando de camino a Samos, el dolor ha ido creciendo, la zona hinchándose hasta obligarme a sacarme la bota –por suerte, ya en el pueblo lucense- y el ritmo bajando hasta el punto de que he tardado más de una hora en recorrer el kilómetro y medio de San Martiño de Real a la localidad que ha sido fin de mi camino.
Entre lágrimas por el vano esfuerzo pasado, el agudo dolor presente y la respuesta que preveo que me va a dar el doctor, me acerco a centro de salud en la Praza do Concello, donde un médico de urgencias, más que acostumbrado a ver este tipo de lesiones y otras semejantes que inflige el Camino, me anuncia que para mí se ha acabado la peregrinación por una causa tan pedestre, tan prosaica, como un esguince.
Misa de doce
Mientras completo la ruta en autobús –no voy a dejar de oír misa de doce en la Catedral así como así- voy pensando que la ruta jacobea es como uno de esos galanes de película de espías: bello e interesante hasta el punto de enamorarte y, a la vez, capaz de traicionarte y acabar con tus aspiraciones en una fracción de segundo.
Ya en la catedral, entre figuras de santos que me miran como si no debiera estar ahí, pienso que el año que viene no voy lo voy a intentar de nuevo. Quiero que el recuerdo de esta ruta se quede como está, sin endulzarla ni amargarla.
Claro que, siempre puedo recorrer otros caminos hacia Santiago. Tengo un año para pensarlo…