Cuando se acaba un año, suele ser tiempo de reflexión, de hacer balance. Quizá no tanto del año, al menos en mi caso, cuanto de lo que llevo de vida. E inevitablemente llego, cada vez más a menudo a la misma conclusión.
Soy un año más canoso, doce meses más calvo, trescientos sesenta y cinco días más gordo y media vida más cínico y más duro. No siempre he hecho un balance tan demoledor –y, lo reconozco, un tanto pesimista-. Tal vez vengo pensando así desde que en el recuento navideño me sobran sillas y me faltan risas y borracheras más o menos fingidas.
No soy, o no creo ser, excesivamente mayor, pero sí lo suficiente como para que se me hayan quedado en el camino algunas de las personas a las más he podido querer y admirar nunca. Ahora mismo, alguna sonrisa desdentada o algunos ojos de un azul acuoso están sonriendo, algo tristes, desde un Cielo que se les negó en la Tierra y en el que llegaron a dejar de creer.
Un viaje que todos hemos hecho o deberíamos hacer
Es por eso que no me apetece hablar de viajes, sino de retornos. Hoy no quiero irme a ningún lugar exótico ni me apetece seguir las desventuras del Dominguero. Hoy voy a viajar, sí, pero de regreso. Con los míos.
Como no soy el único que regresa a su hogar por Navidad, no hablaré de una ruta o un destino concreto. Mi viaje va a ser el de todos cuantos, cumpliendo con el emotivo y deseable tópico, vuelven a casa por Navidad.
Cuatro: un enorme clan
Seguimos siendo cuatro. Por los pelos –nos hemos llevado un buen susto con la salud-, pero seguimos siéndolo. Por eso puedo seguir adelante con este escrito. Si no, los siguientes párrafos no tendrían demasiada razón de ser.
Vuelvo a casa, mitad en tren, mitad en avión, donde me esperan los repetitivos consejos de mi madre, capaz de perdonar todo menos… menos nada: es capaz de perdonarlo todo. Allí están las charlas de lo que sea con mi padre, mejor oyente que hablador, mejor pescador que yo y mejor padre de lo que merezco. Y como no, mi hermana, quien, bajo esa capa de sarcasmo, ha heredado lo mejor de ambos y, por fortuna para ella, se parece muy poco a mí.
Brindando con los fantasmas
Faltan muchos. Como todos los que se han ido, los mejores. Ya no se come conejo asado, ni el postre es arroz con leche. Ya no se cantan desafinados villancicos ni canciones populares un tanto cambiada. Todo eso se ha quedado, inamovible, en el ámbar de la memoria.
Pero estamos los que estamos y celebramos que seguimos siendo cuatro. La cena, como cada vez que mamá y mi hermana se meten en la cocina, una obra de arte. Al postre, brindamos ligeramente achispados de lambrusco y felicidad. De nuevo, tras el viaje de vuelta, somos. Estamos. Los cuatro: no sobra nadie y, por momentos, no falta nadie.
Al fin y al cabo, los recuerdos hacen presencia, y un fantasma también puede bridar a la mesa con los presentes.
Que por muchos años pueda (y puedas) seguir haciendo el viaje de vuelta.