Esa ruta mereció la pena, fue a un Pantano cerca de donde vivo. Los rayos de sol penetraban entre las pobres hojas de los árboles que había, las casas solariegas se adivinaban en el horizonte. Las viñas aportaban ese toque de color entre las rojas y amarillentas tierras, y al fondo, el Pantano. Todo lo que lo rodeaba quedaba grabado en sus aguas, no se veían difusas pues el agua estaba en calma, era todo tranquilidad.
Empezó a atardecer y el cielo se volvió anaranjado y en contraste con el amarillo del Pantano creaba una visión, sí ¿por qué no decirlo así?… onírica. Nosotros a oscuras, rodeados de un paisaje inolvidable, como si estuviéramos en el cine, un cine de sensaciones y silencio.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí disfrutando del paisaje, hacía muy buena temperatura; una ligera brizna de viento corría de vez en cuando, a veces, como una pequeña corriente que te despierta de la obnubilación del momento.
Al lado del Pantano hay una venta abandonada, o al menos eso creo, dimos una vuelta, espiamos por las ventanas, saludamos por si había alguien… Fue como cuando éramos pequeños e intentabas colarte en ese cuarto que nuestros padres siempre tenían cerrado, o en los escondrijos de las casas de nuestros abuelos y tíos.
El sabor de los buenos momentos
Quien nos hubiera visto habría pensado que estábamos tontos… pero la verdad, no se me pasó por la cabeza, los dos hablando, de risas, haciendo fotos… ¡saboreando el tiempo! Son de esos momentos en los que se pasan las horas y ni te das cuenta, pero nos percatamos a tiempo de que estaba anocheciendo y decidimos seguir andando.
Seguimos la senda de vides y tras diez minutos llegamos, a una bodega. Es un recinto donde también un restaurante, una bodega museo y la bodega en sí. Era bonito todo aquello. El restaurante de dos alturas, acristalado que permitía ver todo lo que había en su interior.
En frente se veía la bodega museo donde podías ver y probar sus productos, también había artilugios y maquinaria utilizada para la producción del vino. Fotos, vídeos, curiosidades sobre el vino y la comarca. Finalmente a la izquierda, estaba la propia bodega. El recinto era precioso, todo en madera rojo vino y paredes blancas de cal, como las antiguas de la zona.
Todo ello tenía forma de herradura y, cuando te dabas la vuelta la visión era un camino de tierra rojiza y un mar de viñas a los lados, el camino de la salida. Y es que son este tipo de momentos los que me hacen pensar encarecidamente que las escapadas fugaces de la ciudad o de nuestro pueblo, aunque sea por unas horas, merecen siempre la pena.