París es una ciudad de mil encantos, de modo que regresaremos a ella. Lo decimos porque, nada más leer el título, a más de uno se le han venido a la cabeza las Tullerías, el Arco del Triunfo, el Moulin Rouge… No queramos abarcar más de lo apretable: hoy toca la Torre Eiffel.
El monumento en cuestión debe su nombre a su diseñador: Gustave Eiffel. En poco más de dos años se levantaba tan faraónica obra, para lo que fue necesario el concurso de doscientos cincuenta obreros.
Claro que no siempre ha sido objeto de admiración como lo es hoy en día: los trescientos veinticuatro metros de altura parecían una monstruosidad a los ojos de los artistas del momento. Unido esto a la baja rentabilidad tras la exposición universal parisina, hizo que se planteara su derribo en más de una ocasión.
Útil y, de repente, bella
A principios del siglo pasado, con la llegada de las guerras mundiales, las autoridades dieron con uno de sus usos: hicieron de ella una descomunal antena de radiodifusión –paradójicamente, la guerra, en lugar de destruirlo, salvó al monumento-. Es más: la torre fue un punto clave en la victoria aliada.
Hoy por hoy, y gracias a la importancia de París en el mapa turístico mundial, la Torre Eiffel es el monumento más visitado del planeta, con más de siete millones de visitas al año. Unas visitas que se convierten en inolvidables si os decidimos a subir a la Torre. Eso sí, subiremos sólo si no sufrimos de vértigo.
La vía barata y la vía racional
Si deseamos subir al monumento, tenemos dos vías, una más barata y la otra más lógica. En cuanto a la primera, se refiere a subir por las escaleras. Podemos ahorrarnos unos euros, de acuerdo. Pero también podemos verlo de otro modo: hemos venido a conocer la Ciudad de la Luz y no es fácil hacerlo con las agujetas de haber subido 1665 escalones.
En cualquier caso, si el reto de subir las escaleras nos atrae, el límite está e el segundo piso, de modo que ni siquiera podemos acceder a la planta superior: no es que estemos en contra del deporte, es que de verdad vale la pena gastarse un poco más y disfrutar de las vistas.
Si podemos elegir, visitemos el monumento a primera hora de la mañana para ahorrarnos las eternas colas o cuando anochezca. Será entonces cuando entendamos por qué a París se le llama la Ciudad de las Luces.