Hoy nos hemos levantado con el pie exótico y nos vamos, nada menos que a la isla de Java. Cinco minutos te damos para que entres en el Google Maps y la localices (…) ¿Ya? Bien. Seguimos: dentro de la isla, nos encontramos con el templo Borobudur.
Se trata del monumento budista más grande del mundo, impresionante vito desde abajo y espectacular desde la parte superior, desde donde se ven todas las pequeñas estupas que hay en el centro.
El templo es, con toda justicia, patrimonio mundial de la UNESCO y, para llegar a él saldremos desde Yogya. En una horita estaremos allí, mirándolo boquiabiertos. Eso sí, lo ideal es madrugar un poco, de modo que el gentío no nos estorbe en la visita y la contemplación de una maravilla a la que pocas comparaciones podemos encontrarle. Un detalle: la entrada son diez dólares por ser extranjeros y poder permitírnoslo, a los locales les cobran uno o dos.
Un largo camino
Una vez dentro, nos paramos a ver y asombrarnos con a gran cantidad de bajorrelieves, relativos a la vida de Buda de los que podemos disfrutar a lo largo de un camino circular de varios kilómetros que nos acerca el centro del templo.
Es muy recomendable contratar a un guía para una visita de la que, de otra forma, nos perderemos muchos detalles, a pesar de que exista un pequeño museo que explica –muy someramente- a historia del templo y la restauración al que lo sometió la UNESCO.
El entorno es espectacular y un interior gigantesco
Una parte deliciosa de la visita es la que se refiere a los alrededores de Borobudur, cubiertos de jungla, casi sin la intervención de la mano del Hombre. Es aquí donde nos encontraremos también con una costumbre contemporánea y curiosa: muchos alumnos llegan a practicar su (pobre) inglés con los turistas.
El templo en sí es un tributo a lo descomunal: un cuadrado de ciento ochenta metros en cada uno de sus lados y cuatro pisos de altura. Pero es también una oda a la proporción y a la simetría, que se muestra en cada uno de los cuatro lados del edificio. Además, si estudiamos el monumento, construido entre el 750 y el 850 de nuestra era, veremos que se asemeja una mandala, pero en tres dimensiones.
Podemos comer en el entorno, pero las opciones para dormir son más bien escasas, de modo que la mayoría de los visitantes se limitan a pasar el día. Eso sí: si nos quedamos hasta el último momento tenemos la suerte de asistir a un anochecer desde el templo, nos llevaremos una imagen para la que no necesitaremos cámaras: el recuerdo será imborrable.