Las desventuras de un dominguero (V)

Descartada la nieve por experiencias pasadas y la playa porque hace un frío que los pescadores ya sacan las lubinas del mar ultracongeladas, me quedaba irme estas fiestas a la casa de mis primos los del pueblo. El caso es que, para ir haciendo boca, nos invitaron ya el pasado de Diciembre puente a que lo pasáramos con ellos, de modo que allá fuimos.

Tras perdernos unas diecisiete veces y que el GPS nos indicara que habíamos llegado cuando estábamos en medio de la nada, por fin entrábamos en un pueblo castellano de un tamaño tal que se veía la salida antes de entrar. Diciembre. Castilla. Y León. Tres de la mañana. La helada era tal que se nos habían congelado hasta las ganas de llegar.

Las desventuras de un dominguero (V)

Menos mal que mis primos (bueno: mi primo, su esposa y sus dos hijos) ya me conocen y, entre eso y que los llamaba cada media hora por teléfono para comunicarles lo perdido que estaba o cuánto me sonaba el monumento que dejábamos, ora a la derecha, ora a la izquierda, según el GPS y el gracioso de mi primo nos dirigieran hacia Lugo o hacia Almería.

El dulce despertar

En fin: que llegamos la noche del jueves al viernes 7 a las tres de la mañana. Dormimos. O casi, porque a las seis ya estaba el hijo de mi primo, que anda por los doce años, uno más que su hermana, llamándonos a gritos.

Mirando al despertador, del tamaño de un balón de fútbol que teníamos en la mesilla y asegurándome de qué horas de la madrugada eran aquéllas, respondí, gritando amablemente:

– ¡Pero, vástago de Belcebú! ¿Qué horas son estas de dar voces?

– ¡Vamos, primo! – contestó alegremente el descendiente de Luzbel- ¡Que hay que echar el fuego y prepararse pa’ la matanza!

En ese momento, se me encendieron todas alarmas anti catástrofe. Tenía que haber salido corriendo y subirme al primer cohete a Neptuno. Pero no lo hice. En cambio, sollozante, agité a mi esposa, a la que el escándalo sólo había hecho rebullirse en las sábanas.

Una mejilla contra cinco dedos, un duelo desigual

La primera, en la frente. Bueno: en el ojo. Mi consorte, asustada por haberla agitado (no la despertaría un terremoto, pero sí el roce de una pluma. No lo entiendo), soltó un brazo. Yo juraría que oí un silbido fiiiuuuu antes de que mi señora –lo de señora es un decir- me estampara los cinco dedos en la cara.

Así, calentito, me acerqué a la habitación de mis hijos, a los que desperté tocándolos con una caña de bambú de dos metros de largo, por si tenían el despertar de su madre. Sin más accidentes, bajamos al patio de la casa de campo, donde nos esperaba un vaso de aguardiente, un trozo de pan, tocino, diez grados bajo cero y una sola hoguera para calentar a los veinticinco presentes.

El brebaje

¿Cómo era posible que alguien pudiera estar de tan buen humor a tan malas horas y en tan precarias condiciones? Enseguida di con la respuesta. En cuanto probé el brebaje que los lugareños llaman aguardiente y un servidor bautizó con el nombre de “aaaargggghhhhhestohacequetecrezcanpelosenelpechoohhhhh”. El caso es que el líquido me calentó y animó.

Tanto que, cuando llegó la hora de matar al animal y sacarlo al patio para tumbarlo sobre un carro convertido para la ocasión en ara sacrificial, yo fui el primer voluntario. No me importó hacerme notar, a pesar de los rumores que circulaban ya en cuanto la luz del sol hizo evidente la marca de la mano de mi esposa en la mejilla.

Un animal terco y de sangre… sangrante

El animalito resultó ser una mole de casi doscientos kilos al que no le apetecía echase la cabezadita sobre el carro. Tres pisotones, dos mordiscos y una herida inciso-cortante de origen incierto después, el cerdo del gorrino estaba tumbado en el que sería su lecho de muerte.

Cualquiera en mi lugar se habría alegrado cuando el cuchillo del matarife hiciera su trabajo contra mi agresor. Yo mismo iba a decir entre dientes “¡sufre, cerdo!”. En su lugar, me salió un “Ssss…” y me caí redondo al suelo. Es que no soporto ver la sangre, aunque sea de un cerdo enemigo…

¿Recuperando?

Fue mi mujer quien me acercó al ambulatorio del pueblo de al lado, algo que luego me agradecería, puesto que eso la liberó de acabar de limpiar los intestinos del animal en el arroyo que pasa cerca del pueblo. Tuvimos que convencer al médico de que veníamos de una matanza, y no de un ring de boxeo.

El resto del día se resume en comer como sólo se come en los pueblos y dormir como sólo los de ciudad dormimos en el campo… Hasta que a las seis y media de la mañana el muy hijo de… mi primo vino a despertarnos de nuevo. Por suerte, mi esposa sí oyó esta vez al chico, de modo que me ahorré el riesgo de otro despertar violento. Aunque yo sí me quedé con ganas de ponerme violento con el muchachuelo.

El destrozo

Tocaba despedazar al animal. En sábado. Menos mal que no me dieron a mí el cuchillo. Pero, con todo, no me libré de acarrear mis buenas piezas de carne. Ahora, mis riñones y yo sabemos cuánto pesa un jamón. En mitad de la mañana, alguien echó unos trozos de carne a la hoguera y, oye, no está nada mal. Es una pena que se empeñen a acompañarlo todo con “aaaargggghhhhhestohacequetecrezcanpelosenelpechoohhhhh”.

En cuanto me enteré de para qué querían la carne picada y de que el plan del domingo era rellenar tripas con carne picada y en adobo para lo que luego serían chorizos, miré de reojo a mi mujer. Tomamos ambos a los niños en volandas, los lanzamos a la parte trasera del coche y salimos de allí dejándonos media rueda en la línea de salida.

Vendetta

Recorrimos los ciento diecisiete kilómetros hasta nuestra casa en cuarenta y tres minutos y dieciséis segundos. Contando el callejeo por el casco urbano y el parón para recibir una multa por exceso de velocidad.

Más que irme al pueblo, estas Navidades voy a invitar a mis primos a que se pasen por la ciudad… Y a que compren los regalos en El Corte Inglés el día 23 a las ocho y media de la noche. La venganza es un plato que se sirve frío. Y a las malas, no me gana nadie.