Candelario como escenario

El pueblo de Candelario está situado en la provincia de Salamanca, en el sur de la provincia, practicamente en la frontera con Cáceres. Esta localidad situada en la Sierra, ha sido escenario de televisión para la serie «Luna, el misterio de calenda» y el spot televisivo de la Selección española de fútbol en 2010.

Pero Candelario es mucho más, los lugareños y sus visitantes tiene la gran suerte de poder disfrutarlo tanto en invierno como en verano. En invierno porque los amantes de la nieve pueden disfrutar de su deporte favorito en la cercana estación de la Covatilla. Además, existen rutas señalizadas para aquellos a los que les apasione la montaña.

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Camino francés: Astorga-Molinaseca (etapa doble)

Visto que hoy va a estar, según la previsión meteorológica, un día algo más fresco que los anteriores y que, aunque no tenía prisa cuando empecé la aventura, ya echo de menos mi casa y a los míos, he decidido doblar el esfuerzo y la etapa. Me duelen los músculos, pero me duelen más las ausencias.

Me levanto e inicio la ruta, saliendo de Astorga hacia Murias de Rechivaldo, buscando siempre el piso firme de la carretera, que, a estas alturas, es difícil que me  lastime la planta de los pies. Efectivamente, cuando el alba se insinúa, agradezco cuando veo que el día va a estar cubierto. Y es que sólo la mitad de los cuarenta kilómetros que me esperan cuesta abajo.

Desde Murias, un delicioso pueblo maragato, me dirijo a Santa Catalina de Somoza, lo que me lleva una hora por una pista en un ascenso poco más que inapreciable. En pocos sitios me he encontrado tantas miradas amables y gestos de ánimo.

Unas construcciones curiosas

Un trago de agua. El sol no me va a quemar hoy, pero eso no significa que haga frío. Tras otros cinco kilómetros de pendiente suave, me planto en El Ganso, desde donde sigo en paralelo a la carretera. Empiezo a ver la primeras “teitadas”, unas casas techadas en paja.

Desde aquí me dirijo al que sería el final lógico de mi etapa y que, sin embargo, se convierte en el punto donde me avituallo, como, bebo y recupero fuerzas durante unos minutos: Rabanal del Camino, donde los peregrinos, antaño, se agrupaban para afrontar el temible monte Irago. Los templarios, protectores de los peregrinos, construyeron aquí hospitales e iglesias que llevan la impronta de la arquitectura de la Orden.

Como sé que, haga lo que haga, voy a llegar a la meta de hoy bastante tarde y voy a necesitar descansar, apenas me detengo pero apunto la localidad en mi lista de sitios por visitar más adelante, que se ha incrementado de forma notable.

Hacia el techo del Camino

Me quedan siete kilómetros de subida, que se me hacen eternos. Hago cumbre poco más allá de Foncebadón y recorro un tramo de pequeños desniveles que deja atrás Manjarín ¿Que si me arrepiento de haber doblado la etapa? No es el momento de pensarlo. Ahora hay que mantener el ritmo, apretar los dientes y negar el dolor de todos los músculos.

Un par de kilómetros más allá de Manjarín, llegamos a la cota más alta de todo el Camino, a 1.515 metros, y comienza la bajada a El Acebo. Quien dijo aquello de “cuesta abajo, todos los santos ayudan” era un cínico. La única diferencia es que el dolor se cambia de unos grupos de músculos a otros.

El maravilloso Bierzo

Me tienta la idea de quedarme en este lugar, pero miro al reloj y me doy cuenta de que la media de estos treintaiséis kilómetros ha sido muy buena y de que aún me quedan un par de horas para que apriete de verdad el calor, de modo que sigo descendiendo durante otros ocho kilómetros hasta mi meta, Molinaseca.

Hay quien decide continuar desde aquí a Ponferrada, pero supongo que esos son los que han iniciado la etapa en Rabanal. Yo no. Han sido casi ocho horas andando. No sé cómo voy a estar mañana, pero hoy, simplemente, no estoy, salvo para una ducha y para dormir.

Me apunto el pueblo en la agenda de los “por visitar” y me quedo dormido a medio camino entre la verticalidad y la almohada.

Un lunar en el recuerdo

Uno trata de ser positivo en estos artículos. Al fin y al cabo, los escribo para divertirme, para pasar el rato y recordar lugares que he visitado. Para compartir contigo lo bueno de mis viajes a cualquier sitio y darte razones para salgas de casa. Pero hay cositas que no puedo ni quiero callarme.

Este último fin de semana he decidido que Salamanca dejara de ser un recuerdo y visitar de nuevo las calles de la capital tormesina. He querido recuperar la sensación de irme de cañas, copas y gritos con mis amigos… Y a fe que lo he conseguido. Bueno: casi. Siempre hay algún imbécil que te estropea el día.

Lo cierto y verdad es que el fin de semana iba estupendamente: celebrábamos es vicecumpleaños (yo me entiendo) de un gran amigo, habíamos estado de sanísima juerga la noche anterior, dormido en una pensión modesta pero limpia… Y llega un tonto y nos fastidia el momento.

Incompetencia y, para disimularlo, malas tapas

Después de encontrarme con mi amigo César, al que yo llevaba como seis años sin ver y el resto del grupo no conocía, a pesar de lo cual se integró maravillosamente, haciendo ocho  nuevos amigos, decidimos que sería una idea estupenda comer unos pinchos en el “Patio Chico”.

El sitio, a pesar de haber cambiado de nombre y ser ahora “La ruta de la Plata” estaba tal y como yo lo recordaba en cuanto a distribución y elementos decorativos. Un local de cañas y pinchos estupendo… Si no fuera por los imbéciles que nos atendieron y las patéticas tapas que casi nos tiran a la cara.

Pinchos,8; tontos, alguno que otro

Resulta que pedimos siete pinchos de un tipo; y uno (yo, mismo, por dar la nota) de otro: tras indicarnos, de muy malos modos que nos colocáramos en otro rincón del bar (o infecto tugurio de camareros cavernícolas, como se prefiera), a un servidor le ponen (no barato, precisamente), un pincho medio presentable, y al resto les sirven siete aperitivos en un plato en el que no cabrían cuatro del tamaño del que a mí me sirvieron.

Nos atendieron con una antipatía impropia de los salmantinos, sin una sonrisa un por favor o un gracias: nada que ver con lo que yo recordaba de unos años atrás. La verdad es que el resto del fin de semana fue perfecto, pero ese lunar en el recuerdo, no voy a negarlo, ideal en algunos casos, me dolió.

Y todo por culpa de un personal indigno de la capital del Lazarillo. Pues nada, visto como tratan a sus clientes y que no todo el mundo puede gastarse, en una ciudad estudiantil, el dinero en comer tapas, les deseo un feliz crisis, ya que no parece necesario desearles que sea prolongada.

La esquina de los tres coños

En Salamanca, allí donde se cruzan la Calle de la Compañía con la Rúa Mayor, se halla la que el ingenio estudiantil ha llamado la “Esquina de los tres coños”. Nada tiene de machista ni se relaciona el apelativo con el trabajo de meretriz alguna que desarrolle su labor en un cruce, por lo demás, céntrico y muy concurrido.

El motivo de tan curioso sobrenombre lo descubriremos paseando, por la deliciosa Calle de la Compañía (sí: la de Jesús), en dirección a la susodicha Rúa Mayor (hasta donde yo sé, no existe una Rúa Menor). Ya cerca de la intersección, si uno gira la mirada hacia la derecha, se topa con la majestuosa Clerecía.

La esquina de los tres coños

Se  trata del antiguo Real Colegio del Espíritu Santo de la Compañía de Jesús, construido a lo largo de los siglos XVII y XVIII, de estilo barroco. El nombre de Clerecía se debe a una denominación abreviada de su pertenencia a la Real Clerecía de San Marcos tras la expulsión de los jesuitas de España. En todo caso, es una construcción descomunal que pretendía dejar constancia de el poder de los jesuitas en España, ante la cual el sorprendido turista exclama: “¡Coño, qué alto!”

La bella y la mole

Entonces, abrumados, pretendemos dar unos pasos atrás, para apreciar esa maravilla, y nos giramos con que nos tapa el camino un edificio precioso, construido precisamente (o al menos como objetivo secundario) para que no podamos extasiarnos ante la mole.

Nos detiene la Casa de las Conchas levantada por un rival de los jesuitas: Rodrigo Maldonado, caballero de la Orden de Santiago. No podemos ver la gran obra jesuita, pero, ante la belleza del muro, no nos queda más remedio que exclamar: “¡Coño, qué bonito!”

Pero… ¿No eran tres?

En todo caso, uno y otro edificio están plagados de leyendas, Historia e Historias de la historia. Como la que cuenta que, debajo de una de las conchas de la fachada del palacio que lleva tal nombre se halla una moneda de oro.

Es probable que fueran los propios jesuitas quienes expandieran el rumor, con el fin de que el pueblo llano intentara encontrarla y destrozase el muro, dejando así el edificio rival sin interés y facilitando su destrucción. A la vista está que no fue así.

Pero hemos hablado de dos de los tres coños por los que el chascarrillo popular nombra la esquina ¿dónde está el tercero? La calle se acaba con ambos edificios… Sigamos caminando en el gélido invierno charro, pesando en pedir la hoja de reclamaciones por tan descarada estafa. Llegamos al final de la calle, nos asomamos a la Rúa y… “¡¡Coño, qué frío!!”