Si es que no. Si es que no puede uno salir de vacaciones. Y no siempre es culpa mía que me ocurran determinadas cosas, pero cuando uno está hecho para quedarse en casa, debería ponerse una pulsera con geolocalizador que le diera un calambre de diez mil voltios cada vez que salga de los límites de su ciudad.
Veamos: Navidad. Con sus correspondientes días de vacaciones. Engañamos a los primos del pueblo para que no se vengan, diciéndoles que estamos aquejados de la gripe equina. Les colocamos los chicos a mis suegros. Nos vamos mi señora y yo a pasar unas Navidades a un sitio donde haga calor.
Aunque el viaje cuesta un riñón, un ojo de la cara y medio hígado, nos vamos al Hemisferio Sur, concretamente a Sao Paulo, a Brasil. Confieso que llevaba los ojos llenos de “mulatonas caribeñas que ponen a la peña de pie”, que diría Joaquín Sabina, ya antes de salir de Barajas.
La calma previa a la tormenta
El caso es que todo iba extrañamente bien. Incluso había empezado a relajarme y disfrutar de una estancia en la que, por lo demás, cada vez que se me iban los ojos detrás de una mujer –mulata, blanca o negra-, me llevaba el pescozón correspondiente de mi esposa, de modo que casi me sale chepa de tato mirar al suelo y se me seca la garganta de decir: “¿Mujer? ¿Qué mujer, si yo sólo te estaba mirando a ti?”
Fiestas en la piscina, playita a un rato en coche (incluso sin tiburones, algo raro, tratándose de mí)… pero claro, como decía el Lazarillo de Tormes, “Poco tura la alegría en casa del pobre”. A mi mujer le pasó lo que nunca le había pasado: le entró la vena navideño-solidaria.
La tormenta
En el resort conocimos a un chavalote de veinte años, moreno él, metro noventa, con una musculatura que podría usarse para dar una clase de anatomía. Nelson. El caso es que el chico se ganaba la vida como animador de fiestas, pero por un salario ridículo, de modo que mi esposa decidió solucionarle las Pascuas con unas propinas dignas del Ritz.
Y eso no era todo: ante las buenas propinas, Nelson empezó a tratar mejor a mi esposa, ayudándola cada vez que se torcía un pie o se resbalaba. No es que mi señora sea especialmente torpe, pero se ve que le afectaban las caipirinhas, porque cada vez se iba al suelo con más frecuencia.
Unos médicos muy lentos
Aprovechando su fuerza, era Nelson quien la tomaba en brazos y con un “yo la llevo, tranquilo” se la llevaba a la enfermería. Por cierto que los médicos brasileños son muy lentos. Dos horas atendiéndola y ni siquiera le ponían un vendaje.
El día antes de regresar tuvimos la discusión: ella se empeñó en que Nelson tenía que venirse a España, en busca de una vida y un sueldo mejores. Y cuando mi mujer se empeña en algo, lo consigue, de modo pagamos un dineral por un visado de estudiante falso y nos trajimos al brasileño a España.
Por ahora, Nelson vive en casa. Los niños se han encariñado con él, así que yo no me atrevo a echarlo. Mi esposa se tuerce el tobillo cada vez con mayor frecuencia. Pero está de mejor humor cuando regreso del trabajo, eso sí.
Solidaria que es ella.