Menorca, un paraíso de Maó a Ciutadella (I)

Esta maravillosa isla es nada menos reserva de la biosfera, gracias a la magnífica integración que se lleva a cabo en cuanto al consumo de recursos, el cuidado del patrimonio natural y cultural y el desarrollo de una actividad económica que procura ser sostenible.

Y no es para menos, porque de punta a punta de la isla descubrimos lugares llenos de encanto. Desde pueblecitos de pescadores a playas salvajes en pequeñas calas. Además, Menorca rebosa historia y cultura por los cuatro costados.

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Las desventuras de un dominguero (VIII)

Lo cierto es que después de mi experiencia con los deportes de aventura no debería haberme quedado con ganas de más. Pero uno es así: a un servidor, lo que no lo mata lo hace más fuerte; no se rinde ante la adversidad; busca superar sus límites… Que soy más tonto que hecho adrede, quiero decir.

En fin: el caso es que no sé decirle que no a mis amigos, y ellos se aprovechan de ello para reírse un rato a mi costa. Que yo soy tonto y ellos unos cabritos, por quitarles años. El caso el que los chicos propusieron un fin de semana de aventura. Sólo chicos.

ala delta

 

Como últimamente tengo unas ganas locas de liberar testosterona, dije que sí. Y el viernes nos fuimos a la montaña. Según iba llegando cada uno, le ofrecíamos el saludo oficial de cuando se juntan tres o más amigos y no hay mujeres delante de las que mostrarse delicado: ¡¡eeeeEEEEeeeeh!!

¡Glups!

Tras los preceptivos ¡¡eeeeEEEEeeeeh!!, cenamos y, a los postres, Álex, el organizador (de ahora en adelante, Álex el Cabrito. Es joven) nos contó el plan… ¡¡Ala delta!!  Cuando vieron que me ponía blanco y empezaba a sudar, trataron de calmarme: que si sensaciones de paz, de libertad, que si tranquilo que está todo muy controlado. El caso es que, no sé cómo, me convencieron.

Esa noche apenas dormí: ¿sabes esas pesadillas en las que sueñas que te estrellas? Pues las mías tenían una base real.

Por la mañana con unas ojeras que me hacían parecer un mapache, desayuné, consciente de que ése podía ser mi último desayuno, de modo que me di un atracón pantagruélico. Nos dirigimos en coche al lugar donde nos íbamos a lanzar y adonde había llegado ya mitad del grupo, que se estaba ocupando de montar las alas delta.

Despegando

Desde mi punto de vista, tardaron poco. Como más o menos la mitad éramos novatos en tales lides, nos dieron las instrucciones básicas y nos invitaron a que imitáramos los gestos de los primeros en planear. Luego, cada novato se subió con un veterano.

No sé cómo fui capaz de tomar impulso cuando me lo dijeron, ni cómo no sufrí un ataque al corazón cuando el suelo se acabó debajo de mis pies. El caso es que me encontré de pronto con las piernas dentro del saco y mi compañero diciéndome que lo estaba haciendo muy bien, que relajara y que abriera los ojos, hombre, que me iba a perder el paisaje.

Ante todo, no mirar abajo

Yo, por mi parte, sólo era capaz de repetir para mis adentros, como un mantra, “Nomiresabajonomiresabajonomiresabajonomiresabajo…” Y, cuando abrí los ojos, se me repartió el desayuno entre la boca y otros agujeros menos nobles. Sólo espero que el águila que volaba debajo de nosotros no tuviera sentido del olfato ni sea rencorosa.

Aterrizamos y, después de que tanto mi enfadado instructor como yo mismo nos ducháramos, nos fuimos a comentar la experiencia a un bar del pueblo. Bueno: en realidad, para mi disgusto nos fuimos a comentar MI experiencia y (mis amigos) a reírse el resto del fin de semana de mí.

Las desventuras de un dominguero (IX)

Lo cierto es que la cosa no tenía tan mala pinta. Pero, chico, cuando se trata de mí, no puedo fiarme. No puedo. Y punto. Mira que el parque temático de Warner Bross está a pocos kilómetros de Madrid, tan cerca que casi no llega a la categoría de excursión. Pero, nada: que es salir de casa con la idea de relajarme un poco y que me pase de todo.

Vamos a ver: resulta que, para celebrar que Nelson había encontrado uno trabajo de portero en una discoteca y una habitación en casa de unos compatriotas –esto último, no sé por qué, no le sentó bien a mi esposa-, decidimos pasar un sábado en familia en el parque temático. Lo mismo podíamos haber decidido pasarlo jugando al Trivial, pero no: esta gente quiere salir de casa. En fin.

A primera hora

Total, que salimos prontito, para no tener problemas con el aparcamiento. O esa era idea: el nene que no encuentro mi visera de Mickey Mouse (pero, ¿para qué la quieres si nos vamos al territorio de la competencia? Si es que te encanta provocar); la nena que llora porque le da miedo el Demonio de Tasmania (mira: eso es algo que tenemos en común); la mami buscando un gorra, consolando a la chica y ordenándome que me aparte, que ya que no ayudo, tampoco estorbe.

Total: salimos de casa a las once y media (no sé por qué, pero no me extraña). Llegamos a la explanada que sirve de aparcamiento para La Guarner y nos toca dejar el coche de modo que casi tenemos que llamar a un taxi para alcanzar las puertas.

Engullendo diversión

Cuando llegamos a la taquilla, nos damos cuenta de que nos hemos olvidado de los códigos promocionales, de modo que hemos de pagar el precio completo de la entrada. Bueno: al menos no nos hemos dejado la cartera en casa. No sería la primera vez.

Tras permitir que nos echen un vistazo a la mochila y que nos digan amablemente que no podemos entrar con concomida, engullimos los bocadillos empujándolos con Cocacola. Entramos. A los chicos se les olvidan todos los males y quieren subirse a todo, probarlo todo y dejarse la voz en cada grito penetrante de “Mira, mami, vamos ahí”.

Quién me mandaría a mí…

Después de trotar durante dos horas y pico a paso ligero, mi esposa y yo nos decidimos a subirnos a una de las atracciones: una especie de sofá gigante que te pone cabeza abajo y te mueve de todas las maneras posibles.

Salgo con la comida que he engullido justo en la traquea. Pero lo niños, crueles, no nos permiten un respiro y nos obligan a corretear detrás de los espectáculos, desfiles y atracciones. Basta. No puedo más. El medio grito nos sale al unísono a mi mujer y a mí. Con el permiso de los chicos, nos bebemos un refresco.

Cae la noche, gracias al cielo

De nuevo a correr. Ni que fueran a desmantelar el parque mañana mismo. Por fin llega la hora del cierre. Es una lástima que los niños no tengan carné, porque mi respectiva y yo nos habríamos ahorrado arrastrarnos hasta el coche que, por otra parte, yo juraría que nos habían cambiado de sitio y estaba como cinco kilómetros más allá.

Llegamos a casa. Les damos la cena a los chicos. Hala. Todos a dormir.

Ha sido un día complicado: debo de haber perdido como diez kilos de tanto correr, creo que voy a tardar como una semana en digerir lo que he comido y que, por cierto, casi se me sale por las orejas en aquella atracción infernal.

Música, ruido, niños gritones y maleducados que casi me permiten entender a Herodes… Pero lo peor de todo, lo que me ha molestado, por no decir cabreado profundamente es que… Me ha encantado la experiencia. A ver si volvemos pronto.

Las desventuras de un dominguero (IV)

Ahora que van cayendo las primeras nieves, me vienen a la cabeza mis primeras vacaciones blancas. ¡Y qué recuerdos!… Ya desde pequeñito apuntaba maneras. Debía de andar yo por los diez años, cuando mis padres me anunciaron, un miércoles, que nos íbamos de fin de semana a la nieve. Me alegré una barbaridad.

Pero llegó el viernes y me llevé el primer chasco: no íbamos a ir a Baqueira Beret. Yo, que había fantaseado los dos días que nos separaban del ansiado “finde” con conocer a las Infantas –entonces, en los ochenta, Cristina de Borbón era mi mujer ideal y Elena era… bueno, era-, mientras auxiliaba a Don Juan Carlos de su enésima lesión de esquí.

Las desventuras de un dominguero (IV)

En fin. Lástima. Pero no iba a dejar que el no conocer a mi mujer ideal me desanimara… ¡Que me iba a la nieve! Cuando llegamos, ya había anochecido, de modo que mi padre decidió que sería buena idea cenar y dormirnos pronto.

Los excesos se pagan

En cuanto a la primera parte, sin problema: como a mi padre le gustaba hacer los viajes del tirón, por si acaso el SETA Parda que conducía se paraba y no volvía a arrancar, me quedé sin merienda. Cené como el pequeño salvaje que estaba hecho.

Pero la cena, no sé si por el cambio de agua o porque me cené todo lo que no me había merendado, más la cena, más el desayuno y almuerzo del día siguiente por si no me daba tiempo a comer, me sentó bastante mal.

Suerte de servicios médicos

No sólo yo pasé una mala noche, sino que también lo hicieron mis padres y un malhumorado médico de la estación, más acostumbrado roturas y luxaciones que a un niño con una indigestión de mil demonios. En fin: que nos dormimos a las cinco.

Las desventuras de un dominguero (IV)

A las ocho sonó el despertador, pero las escasas horas de sueño hicieron que no nos levantáramos hasta las once. Cuando íbamos camino del telesilla, con unos esquíes alquilados, mi cara hacía juego con la nieve circundante.

El más mínimo fallo podría ser fatal

Y debí pasar de pálido a cerúleo cuando vi cómo remontaban las pistas: si aquel palo que se suponía que debía ir entre las piernas erraba el tiro podía pasar que me convirtiera en uno de esos castratti que estudiábamos en clase de música… O que no pudiera volver a sentarme con naturalidad en clase alguna.

Tras no pocos lloros, accedía a remontar la pendiente. Y, una vez arriba, fue peor: sólo veía una manera de bajar. Y no me gustaba. ¿Deslizarme por una ladera sobre dos tablas? Eso se le daba bien a los Fernández-Ochoa, pero no era mí, que aprecio demasiado mis articulaciones y una cara que, aunque no es bonita, es funcional.

Si Peret me hubiese visto…

Más lloros. Tantos que el escaso desayuno que había conseguido ingerir acabó manchando la impoluta nieve. No entiendo cómo no provocamos un alud al sumarse mis sollozos a los gruñidos malhumorados de mi padre.

En fin, que tras varios litros de lágrimas cayendo en la nieve (seguro que Peret habría compuesto una buena canción: “uuuuna lágrima cayó en la nieeve”) me decidía a probar a deslizarme, con los esquíes en cuña, como me habían dicho.

Nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado

La sensación de ingravidez, de libertad, de fluidez fue absoluta… Durante diez metros, que fue lo  que tardé en poner los esquíes en paralelo. Envalentonado por llevar varios segundos sin caerme, decidí que era hora de ganar velocidad. Qué sabe un niño de diez años que ha suspendido Ciencias Naturales de la gravedad y de sus nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado.

Penguin Peak summit. Chugach Mountains, Alaska

Las últimas palabras antes de despertarme en el hospital fueron “¡¡Que alguien quite de ahí esa árb!!… ¡uf! Cuando me desperté, ya en planta, lo hice chillando “¡¡…Boooool!!”, completando la frase que un pino inoportuno y maleducado había interrumpido.

Un extraño despertar

Era martes. Me había perdido un par de días de escuela y, encima, como los médicos confundieron mi alarido con que había cantado un gol, decidieron que sería buena idea que me visitara la estrella del equipo de la ciudad, que casualmente estaba ingresado por una torcedura de bota, o algo similar. A mí. Que de fútbol sólo sé que los jugadores se depilan las piernas.

Yo temía el enfado de mis padres por haberles chafado el fin de semana, pero, cuando vieron que su hijo abría los ojos y la garganta con tal entusiasmo, decidieron que un chico de tanta energía y gracia no merecía que permanecieran enfurruñados demasiado tiempo.

Un beso para papá y otro para mamá

Aunque no acabe de venir a cuento, he de decir que en ésta y otras ocasiones mis padres se portaron como verdaderos santos. De hecho, sólo he visto a mi padre enfadado de verdad una vez:

La única ocasión en la que mi progenitor no dejó al Santo Job por un histérico fue cuando, al año y pico de todo aquello, cuando yo empezaba a recuperar la forma física tras rehabilitarme de una muñeca, una pierna y cuatro costillas rotas alguien dijo que deberíamos ir a celebrar mi salud a Baqueira Beret, a ver al Rey y a las Infantas.

Ese alguien pagó la furia de mi padre cenando sopa por Nochevieja, en el hospital, con pajita. Desde entonces, prefiero que las vacaciones sean en la playa y con buen tiempo.

Las desventuras de un dominguero (XI). La acampada: día uno (y no más)

Me desperté, rígido como un listón de encina. Un listón de encina, por cierto, carcomido, porque me dolían músculos que no recordaba haber visto en ningún atlas de anatomía. Y, hablando de atlas, nada más acabarnos el desayuno –reconozco que me lo zampé con apetito-, aún en la cafetería del camping, apareció de la nada un mapa en las manos de mi mujer (no podía ser un billete de quinientos: tenía que ser un mapa…).

Pico de no sé qué, cueva de no sé cuántos, ruta de la migración de la golondrina emigrante, peregrinación al Santuario de Nuestra Señora del Quinto Pino… Cuando pregunté a cuál de todos esos sitios íbamos a ir, se me rieron y dijeron que  los íbamos a ver todos.

– Pero, ¿no íbamos a estar sólo un fin de semana? –me alarmé.

– Claro: es una ruta senderista para hacerse en un día –me explicó, paciente, mi esposa.

El caso es que yo miraba alternativamente al mapa y a las cuatro esquinas de la cafetería, a ver dónde estaba la cámara oculta. Y, comoquiera que nadie era un presentador disfrazado, acabé por rendirme ante la evidencia: Me esperaba una caminata indigna hasta para un caballo por caminos que, de obligar a una cabra a recorrerlos, los de Greenpeace nos denuncian por poner la vida del animal en peligro.

Vamos allá

Por más que lo intenté, mi familia me conoce ya demasiado como para creerse que, justo antes de una excursión, me he agarrado la gripe piscícola. De modo que me cargaron con la mochila y se aseguraron de que estaba calzado, vestido y con la visera puesta, para que no me quedaran excusas por las que regresar a la tienda.

Las dos primeras horas fueron… tolerables. Pero, en cuanto el camino se fue volviendo irregular y mis pies ya no pisaban la mullida hierba, empezó a dolerme todo y, entre ays, huys y cuánto queda cada diez pasos llegamos a lo que se suponía que era un mirador y que yo llamaría un barranco vallado precariamente. Allí almorzamos y tomamos un, para mí insuficiente, resuello.

Volvemos acá

Hala, más kilómetros. Comimos, como en la canción, a la sombra de los pinos que rodean una ermita. La familia aprovechó la breve sobremesa para visitarlo. Yo, para morirme un poco. Comenzamos el regreso, rodeando el valle, hacia el camping.

Y yo que creía que cuesta abajo y con la mochila aligerada de comida y agua todo iba a ser más fácil. Seis veces me fui de bruces, sin contar el testarazo que me di con una estalactita de la cueva que visitamos y sin cuya visión la excursión estaría incompleta. Pues yo puedo presumir de que no sólo vi la cueva sino también las estrellas desde su interior.

Llegamos. Cenamos. Dormimos. El domingo, herido y con agujetas hasta en los dedos, regresamos a la civilización. No quiero oír nada sobre ese sitio en lo que me resta de vida ¡Ay!

Las desventuras de un dominguero (X). La acampada: noche uno

Yo no quería. De verdad que no. Pero, claro, cuando la familia se empeña, se empeña y el fin de semana pasado tuve que elegir entre irme de acampada o someterme al frío desprecio de mi mujer y mis hijos durante varias semanas. Y, claro, para variar, elegí la opción equivocada: me fui con ellos.

Iba a ser un fin de semana de fogata y tienda de campaña, de caminatas al aire libre, tomando el fresco, el sol y el aire sin de contaminación. Para ello, y como los míos no querían pasarse una semana oyéndome lloriquear: que si no quiero ir, que no me apetece, que estas cosas acaban como acaban…, panificaron todo en secreto y el viernes, a media hora de salir, cargaron el coche con las mochilas, con las tiendas y conmigo.

Las únicas escapatorias eran quedarme en una gasolinera en mitad de la nada o saltar en marcha. Y, como no me atraían ninguna de las dos ni el mal trato psicológico que me esperaba en caso de adoptarlas, opté por cerrar la boca y resignarme a un fin de semana de diversión en familia.

Las primeras horas

Con esto de que los días van siendo más largos, aún brillaba el sol cuando llegamos a la zona de acampada. Un sitio en mitad de la Sierra cuyo nombre he hecho todo lo que he podido por olvidar. Al menos, estábamos rodeados por otros campistas, no a merced de las alimañas, los insectos y las hierbas venenosas.

A la cuarta vez que una de las gomas me saltó a la cara y después de martillearme los dedos otras tres o cuatro, veces, los míos se apiadaron de mí y decidieron montar la tienda de campaña ellos solitos. Casi acabo por llorar de emoción, alivio y agradecimiento.

Una noche difícil

Cenamos en la cafería del camping y nos fuimos al saco los cuatro. Nótese que escribo “al saco”, no a dormir. Lo malo de los camping es que no hay paredes. No digo más: en una noche aprendí alemán, francés, inglés, italiano y un extraño idioma compuesto de suspiros y jadeos.

Si al ruido nocturno añadimos que eso de dormir sobre el suelo no se hizo para mí, el resultado es una noche en vela en la que empezaba a conciliar el sueño justo cuando el sol empezaba a teñir de colores el interior de la tienda…

… Momento en el que mi esposa y mis hijos decidieron que era hora de despertarme. Lo que ocurrió el sábado es digno de otro escrito, que llegará muy pronto

Las desventuras de un dominguero (VI)

Si es que no. Si es que no puede uno salir de vacaciones. Y no siempre es culpa mía que me ocurran determinadas cosas, pero cuando uno está hecho para quedarse en casa, debería ponerse una pulsera con geolocalizador que le diera un calambre de diez mil voltios cada vez que salga de los límites de su ciudad.

Veamos: Navidad. Con sus correspondientes días de vacaciones. Engañamos a los primos del pueblo para que no se vengan, diciéndoles que estamos aquejados de la gripe equina. Les colocamos los chicos a mis suegros. Nos vamos mi señora y yo a pasar unas Navidades a un sitio donde haga calor.

Aunque el viaje cuesta un riñón, un ojo de la cara y medio hígado, nos vamos al Hemisferio Sur, concretamente a Sao Paulo, a Brasil. Confieso que llevaba los ojos llenos de “mulatonas caribeñas que ponen a la peña de pie”, que diría Joaquín Sabina, ya antes de salir de Barajas.

La calma previa a la tormenta

El caso es que todo iba extrañamente bien. Incluso había empezado a relajarme y disfrutar de una estancia en la que, por lo demás, cada vez que se me iban los ojos detrás de una mujer –mulata, blanca o negra-, me llevaba el pescozón correspondiente de mi esposa, de modo que casi me sale chepa de tato mirar al suelo y se me seca la garganta de decir: “¿Mujer? ¿Qué mujer, si yo sólo te estaba mirando a ti?”

Fiestas en la piscina, playita  a un rato en coche (incluso sin tiburones, algo raro, tratándose de mí)… pero claro, como decía el Lazarillo de Tormes, “Poco tura la alegría en casa del pobre”. A mi mujer le pasó lo que nunca le había pasado: le entró la vena navideño-solidaria.

La tormenta

En el resort conocimos a un chavalote de veinte años, moreno él, metro noventa, con una musculatura que podría usarse para dar una clase de anatomía. Nelson. El caso es que el chico se ganaba la vida como animador de fiestas, pero por un salario ridículo, de modo que mi esposa decidió solucionarle las Pascuas con unas propinas dignas del Ritz.

Y eso no era todo: ante las buenas propinas, Nelson empezó a tratar mejor a mi esposa, ayudándola cada vez que se torcía un pie o se resbalaba. No es que mi señora sea especialmente torpe, pero se ve que le afectaban las caipirinhas, porque cada vez se iba al suelo con más frecuencia.

Unos médicos muy lentos

Aprovechando su fuerza, era Nelson quien la tomaba en brazos y con un “yo la llevo, tranquilo” se la llevaba a la enfermería. Por cierto que los médicos brasileños son muy lentos. Dos horas atendiéndola y ni siquiera le ponían un vendaje.

El día antes de regresar tuvimos la discusión: ella se empeñó en que Nelson tenía que venirse a España, en busca de una vida y un sueldo mejores. Y cuando mi mujer se empeña en algo, lo consigue, de modo pagamos un dineral por un visado de estudiante falso y nos trajimos al brasileño a España.

Por ahora, Nelson vive en casa. Los niños se han encariñado con él, así que yo no me atrevo a echarlo. Mi esposa se tuerce el tobillo cada vez con mayor frecuencia. Pero está de mejor humor cuando regreso del trabajo, eso sí.

Solidaria que es ella.

Las desventuras de un dominguero (II)

Si es que no aprendo: ¿Cuándo me daré cuenta de que el fin de semana no se hizo para mí? Esta vez he decidido que me apetecía  un poco de aventura, de modo que he ido de geocaching. Pudiendo echar un partido con los amigos o dedicarme intensamente al sillón-ball, voy y me dedico a ponerme perdido en busca de un tesoro que “no es tesoro ni es na’”.

El geocachin, para quien no lo sepa, consiste en mirar en Internet en qué coordenadas ha dejado alguien una caja con algo dentro. Se supone quede cierto valor. Luego, tirando de GPS, te dedicas a patear bosque, montaña o el desierto del Gobi hasta que das con el “cache” o cofre del tesoro; cambias lo que haya dentro por otro objeto de más valor y el lunes cuelgas en Internet tu maravilloso logro, diciendo lo bonito que es todo, lo majo del que dejó lo que dejara en la caja lo que tú has encontrado y lo rosado de los tonos del mundo que te rodea.

Dominguero

Pues mira: aquí está mi experiencia con este maravilloso deporte de aventura: resulta que el sábado me levanté a las cinco de la mañana –la hora de acostarme hasta no hace mucho- y me reuní con los dos buscasetas que tengo por amigos para salir en coche hacia el sitio donde se supone que estaba el cache.

¿¡A qué distancia dices que está!?

Algo iba mal: dejamos el coche aparcado a diez kilómetro de donde se suponía que estaba la caja. Cuando se lo hice notar, los tíos van y se ríen de mí: que si esto es un deporte, que si espabílate que estás oxidado, que si no estuviera jarreando y apenas hubiera amanecido ibas a ver tú.

Total, que me cargo la mochila con sus quince kilo de peso (exagero, pero no demasiado) y, bajo una lluvia que dejaría el Diluvio Universal por un chiri miri, me pongo a seguir a esas dos cabras montesas que sospecho que me invitaron a la jornada deportiva para tener a alguien de quien reírse.

Un alto en el camino, para ¿disfrutar del paisaje?

A media mañana y, según el GPS a cinco kilómetros del objetivo, nos paramos en un claro del bosque, a comer  un bocadillo. Un servidor boqueando, empapado y con barro en los rincones más insospechados de mi anatomía, creía que los kilómetros que faltaban eran los que nos habíamos pasado del escondite.

Afortunadamente, cuando ya estábamos llegando, dejó de llover. Lástima que la hierba no lo supiera y se empeñara en resbalar como si fuera hielo. Pueden dar buena cuenta de ello partes de nombre poco noble entre mi espalada y mis piernas.

¡¡Meta!! ¿Volver? ¿¡Cómo que volver!?

Llegamos. Localizamos la cajita y entonces me negué rotundamente, cuando hubimos comido, a remprender el camino de vuelta si no era en unas angarillas. Que me dejaran allí y fuera presa para los lobos. Decidle a mi mujer que muero pensando en ella y a mi banquero que la hipoteca la va a pagar su señor padre.

Mis amigos (con qué alegría uso esa palabra) se apiadaron de mí y, mientras uno se quedaba con lo que quedaba mí, el otro se acercó al coche y lo trajo a cien metros de donde yacía, exhausto y a punto de pedir que me cubrieran los párpados con los óbolos para Caronte.

Con el mismo cuidado con el que se trataría a un saco de patatas –delicadas, vale, pero patatas- me sacaron la mochila de encima, ya que yo no había sido capaz de incorporarme para hacerlo y me metieron en el asiento trasero.

Lo mío no es normal

Lo siguiente que recuerdo es haberme despertado en mi cama, con dolores atroces. Era hoy, lunes, 40 horas más tarde.  He ido a trabajar con dolores en músculos de cuya existencia no tenía conocimiento y, cada vez que tenía que dar un paso estaba a punto de pedir una ambulancia.

Pero lo peor de todo, lo más grave es que, mientras escribo esto, con rasguños y cortes que parecen fruto de una pelea con un tigre cabreado, estoy planteándome repetir el paseo el próximo fin de semana… ¿Será normal, lo mío?

¿Que qué había en la caja? Para mirarla estaba yo…