Si es que no aprendo: ¿Cuándo me daré cuenta de que el fin de semana no se hizo para mí? Esta vez he decidido que me apetecía un poco de aventura, de modo que he ido de geocaching. Pudiendo echar un partido con los amigos o dedicarme intensamente al sillón-ball, voy y me dedico a ponerme perdido en busca de un tesoro que “no es tesoro ni es na’”.
El geocachin, para quien no lo sepa, consiste en mirar en Internet en qué coordenadas ha dejado alguien una caja con algo dentro. Se supone quede cierto valor. Luego, tirando de GPS, te dedicas a patear bosque, montaña o el desierto del Gobi hasta que das con el “cache” o cofre del tesoro; cambias lo que haya dentro por otro objeto de más valor y el lunes cuelgas en Internet tu maravilloso logro, diciendo lo bonito que es todo, lo majo del que dejó lo que dejara en la caja lo que tú has encontrado y lo rosado de los tonos del mundo que te rodea.
Pues mira: aquí está mi experiencia con este maravilloso deporte de aventura: resulta que el sábado me levanté a las cinco de la mañana –la hora de acostarme hasta no hace mucho- y me reuní con los dos buscasetas que tengo por amigos para salir en coche hacia el sitio donde se supone que estaba el cache.
¿¡A qué distancia dices que está!?
Algo iba mal: dejamos el coche aparcado a diez kilómetro de donde se suponía que estaba la caja. Cuando se lo hice notar, los tíos van y se ríen de mí: que si esto es un deporte, que si espabílate que estás oxidado, que si no estuviera jarreando y apenas hubiera amanecido ibas a ver tú.
Total, que me cargo la mochila con sus quince kilo de peso (exagero, pero no demasiado) y, bajo una lluvia que dejaría el Diluvio Universal por un chiri miri, me pongo a seguir a esas dos cabras montesas que sospecho que me invitaron a la jornada deportiva para tener a alguien de quien reírse.
Un alto en el camino, para ¿disfrutar del paisaje?
A media mañana y, según el GPS a cinco kilómetros del objetivo, nos paramos en un claro del bosque, a comer un bocadillo. Un servidor boqueando, empapado y con barro en los rincones más insospechados de mi anatomía, creía que los kilómetros que faltaban eran los que nos habíamos pasado del escondite.
Afortunadamente, cuando ya estábamos llegando, dejó de llover. Lástima que la hierba no lo supiera y se empeñara en resbalar como si fuera hielo. Pueden dar buena cuenta de ello partes de nombre poco noble entre mi espalada y mis piernas.
¡¡Meta!! ¿Volver? ¿¡Cómo que volver!?
Llegamos. Localizamos la cajita y entonces me negué rotundamente, cuando hubimos comido, a remprender el camino de vuelta si no era en unas angarillas. Que me dejaran allí y fuera presa para los lobos. Decidle a mi mujer que muero pensando en ella y a mi banquero que la hipoteca la va a pagar su señor padre.
Mis amigos (con qué alegría uso esa palabra) se apiadaron de mí y, mientras uno se quedaba con lo que quedaba mí, el otro se acercó al coche y lo trajo a cien metros de donde yacía, exhausto y a punto de pedir que me cubrieran los párpados con los óbolos para Caronte.
Con el mismo cuidado con el que se trataría a un saco de patatas –delicadas, vale, pero patatas- me sacaron la mochila de encima, ya que yo no había sido capaz de incorporarme para hacerlo y me metieron en el asiento trasero.
Lo mío no es normal
Lo siguiente que recuerdo es haberme despertado en mi cama, con dolores atroces. Era hoy, lunes, 40 horas más tarde. He ido a trabajar con dolores en músculos de cuya existencia no tenía conocimiento y, cada vez que tenía que dar un paso estaba a punto de pedir una ambulancia.
Pero lo peor de todo, lo más grave es que, mientras escribo esto, con rasguños y cortes que parecen fruto de una pelea con un tigre cabreado, estoy planteándome repetir el paseo el próximo fin de semana… ¿Será normal, lo mío?
¿Que qué había en la caja? Para mirarla estaba yo…