Ahora que van cayendo las primeras nieves, me vienen a la cabeza mis primeras vacaciones blancas. ¡Y qué recuerdos!… Ya desde pequeñito apuntaba maneras. Debía de andar yo por los diez años, cuando mis padres me anunciaron, un miércoles, que nos íbamos de fin de semana a la nieve. Me alegré una barbaridad.
Pero llegó el viernes y me llevé el primer chasco: no íbamos a ir a Baqueira Beret. Yo, que había fantaseado los dos días que nos separaban del ansiado “finde” con conocer a las Infantas –entonces, en los ochenta, Cristina de Borbón era mi mujer ideal y Elena era… bueno, era-, mientras auxiliaba a Don Juan Carlos de su enésima lesión de esquí.
En fin. Lástima. Pero no iba a dejar que el no conocer a mi mujer ideal me desanimara… ¡Que me iba a la nieve! Cuando llegamos, ya había anochecido, de modo que mi padre decidió que sería buena idea cenar y dormirnos pronto.
Los excesos se pagan
En cuanto a la primera parte, sin problema: como a mi padre le gustaba hacer los viajes del tirón, por si acaso el SETA Parda que conducía se paraba y no volvía a arrancar, me quedé sin merienda. Cené como el pequeño salvaje que estaba hecho.
Pero la cena, no sé si por el cambio de agua o porque me cené todo lo que no me había merendado, más la cena, más el desayuno y almuerzo del día siguiente por si no me daba tiempo a comer, me sentó bastante mal.
Suerte de servicios médicos
No sólo yo pasé una mala noche, sino que también lo hicieron mis padres y un malhumorado médico de la estación, más acostumbrado roturas y luxaciones que a un niño con una indigestión de mil demonios. En fin: que nos dormimos a las cinco.
A las ocho sonó el despertador, pero las escasas horas de sueño hicieron que no nos levantáramos hasta las once. Cuando íbamos camino del telesilla, con unos esquíes alquilados, mi cara hacía juego con la nieve circundante.
El más mínimo fallo podría ser fatal
Y debí pasar de pálido a cerúleo cuando vi cómo remontaban las pistas: si aquel palo que se suponía que debía ir entre las piernas erraba el tiro podía pasar que me convirtiera en uno de esos castratti que estudiábamos en clase de música… O que no pudiera volver a sentarme con naturalidad en clase alguna.
Tras no pocos lloros, accedía a remontar la pendiente. Y, una vez arriba, fue peor: sólo veía una manera de bajar. Y no me gustaba. ¿Deslizarme por una ladera sobre dos tablas? Eso se le daba bien a los Fernández-Ochoa, pero no era mí, que aprecio demasiado mis articulaciones y una cara que, aunque no es bonita, es funcional.
Si Peret me hubiese visto…
Más lloros. Tantos que el escaso desayuno que había conseguido ingerir acabó manchando la impoluta nieve. No entiendo cómo no provocamos un alud al sumarse mis sollozos a los gruñidos malhumorados de mi padre.
En fin, que tras varios litros de lágrimas cayendo en la nieve (seguro que Peret habría compuesto una buena canción: “uuuuna lágrima cayó en la nieeve”) me decidía a probar a deslizarme, con los esquíes en cuña, como me habían dicho.
Nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado
La sensación de ingravidez, de libertad, de fluidez fue absoluta… Durante diez metros, que fue lo que tardé en poner los esquíes en paralelo. Envalentonado por llevar varios segundos sin caerme, decidí que era hora de ganar velocidad. Qué sabe un niño de diez años que ha suspendido Ciencias Naturales de la gravedad y de sus nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado.
Las últimas palabras antes de despertarme en el hospital fueron “¡¡Que alguien quite de ahí esa árb!!… ¡uf! Cuando me desperté, ya en planta, lo hice chillando “¡¡…Boooool!!”, completando la frase que un pino inoportuno y maleducado había interrumpido.
Un extraño despertar
Era martes. Me había perdido un par de días de escuela y, encima, como los médicos confundieron mi alarido con que había cantado un gol, decidieron que sería buena idea que me visitara la estrella del equipo de la ciudad, que casualmente estaba ingresado por una torcedura de bota, o algo similar. A mí. Que de fútbol sólo sé que los jugadores se depilan las piernas.
Yo temía el enfado de mis padres por haberles chafado el fin de semana, pero, cuando vieron que su hijo abría los ojos y la garganta con tal entusiasmo, decidieron que un chico de tanta energía y gracia no merecía que permanecieran enfurruñados demasiado tiempo.
Un beso para papá y otro para mamá
Aunque no acabe de venir a cuento, he de decir que en ésta y otras ocasiones mis padres se portaron como verdaderos santos. De hecho, sólo he visto a mi padre enfadado de verdad una vez:
La única ocasión en la que mi progenitor no dejó al Santo Job por un histérico fue cuando, al año y pico de todo aquello, cuando yo empezaba a recuperar la forma física tras rehabilitarme de una muñeca, una pierna y cuatro costillas rotas alguien dijo que deberíamos ir a celebrar mi salud a Baqueira Beret, a ver al Rey y a las Infantas.
Ese alguien pagó la furia de mi padre cenando sopa por Nochevieja, en el hospital, con pajita. Desde entonces, prefiero que las vacaciones sean en la playa y con buen tiempo.