El guía mudo

Si por mi amigo Raúl fuera, los guías turísticos estarían todos si empleo ¡Qué tío! Antes de visitar cualquier sitio, siempre se aprende de memoria la guía turística del lugar. Antes de iniciar el viaje, el hombre se da una vuelta por Internet y, a través de páginas oficiales de ayuntamientos, Wikipedia y foros de todo tipo y pelaje se aprende de pe a pa la Historia y el arte de cada sitio.

Y, aun a riesgo de ganarme la enemistad del noble gremio de los guías turísticos, me parece maravilloso lo que hace Raúl. Yo mismo lo he probado en una visita a la catedral de Santiago de Compostela y, oye, que no es lo mismo saber qué estás viendo que que te lo cuente un señor a tanto el minuto.

Santiago

Claro que yo juego con ventaja cuando de Santiago o el Camino de Santiago se trata, puesto que han caído unas cuantas novelas, algunas más históricas que otras, relacionadas con la Ruta Jacobea. Que no me suena extraño el nombre del Mestre Mateo, quiero decir.

Pero es que, curiosamente, me pasa lo mismo con una gran parte de los destinos que he visitado. Así, Roma, Granada, El Cairo, Oaxaca, Nueva York, Madrid, Dublín, Córdoba… no se me hacen nuevas. Las he visto y las he vivido a través de las palabras de quienes ya las conocían y vivían antes que yo mismo.

He recorrido el Camino de Santiago de la mano de Matilde Asensi y de los ojos de su Galcerán de Born, en Peregrinatio; conocido el peligroso Norte de México gracias a la mirada de Teresa Mendoza, La Reina del Sur, cuyas duras peripecias nos cuenta Don Arturo Pérez-Reverte; e incluso he rozado la vegetación que rodea al Nilo mientras me sumergía en La dama del Nilo, un fenomenal relato sobre Hatsetsup.

Tramonto sul Nilo 2

Es cierto que viajar ensancha el alma, pero más la ensancha el saber por dónde vamos: que por aquí batalló el Cid, por allí correteó Lázaro de Tormes y por acullá se enfrentaba Don Alonso Quijano “El Bueno” a lo que su escudero veía como molinos y él como gigantes que los amenazaban a ambos agitando los brazos.

Convengo en que un libro es un amigo y, quien lo tiene, posee un tesoro. Pero es que, además, ese amigo no te dice que lo invites a un vino en la tasca de al lado de la catedral. Y te deja extasiarte en la belleza sin tener que permitir que una voz, por querida sea, te cuente lo que estás viendo.

Por qué no uso el tren

Aparte de que en los desplazamientos de menos de doscientos kilómetros, por disponibilidad horaria, suelo usar el coche y en aquéllos de más de cuatrocientos en los que ya he visto el paisaje una buena cantidad de veces prefiero el avión para llegar cuanto antes, he dejado de usar el tren por hastío y cierta pena.

Mientras tuve entre catorce y, más o menos, veinte años, siempre que tenía que desplazarme y la vía férrea me dejaba en un lugar más o menos a mano de a donde iba, usaba el tren. Me gustaba.

Era un placer levantarse y pasear sin que nadie se molestara, incluso sonriendo y recibiendo sonrisas de algunos de los habituales del trayecto. Era un placer entablar conversación con cualquier desconocido e intercambiarse las direcciones (postales) al cabo de unas horas de trayecto, cuando uno de los dos, con cierta pena, llegaba su destino. Era un placer. Lo era.

Los tiempos… ¿evolucionan?

Hoy no: quien no está ocupado haciendo nada con su Tablet lo está escuchando música a través de los cascos de su iPod, iPad o iDiota. Se te sientas al lado de alguien, parece que esa persona te mira con desconfianza o se siente invadida en su espacio personal. Y si te das un paseo, parece que estás tramando algo.

O puede que con los años me haya vuelto un paranoico. No lo sé.

El caso es que la evolución de los viajes en tren me ha hecho pensar cómo ha evolucionado nuestra sociedad. Y, al menos yo, diviso algún que otro paralelismo. Para empezar, en ambos casos la evolución tecnológica nos ha hecho ganar mucho tiempo… para que podamos estar más ocupados, por ejemplo.

Un tren, una sociedad

Y, dentro del tren, la actitud que he descrito (palabrita del Niño Jesús, por éstas que son cruces, mua, mua que he experimentado cuanto aquí cuento) no es muy diferente a la que vemos en cualquier lugar, donde la tecnología sustituye al cerebro, donde mi música, mi vídeo, mi juego, mi onanismo mental se priman ante una sana convivencia, una charla amable y un intercambio de ideas y valores.

Algún día, cuando esté de humor, me extenderé más en lo que eran o en lo que son los viajes en tren: hoy sólo quería dar apenas unas pinceladas del ayer y del hoy. Obviamente, es mi percepción, tan certera o tan errada como puede ser la de un individuo sólo.

Y, si mientras leías esto te, has sentido ofendido en algo, aparte de haber logrado uno de mis objetivos, te recomiendo que te pongas los cascos y te centres en el jueguecito que llevasen el móvil, no sea que el de al lado te salude.

Enseñar deleitando

“Aut delectare, aut prodesse est”. Atribuyamos la frase a Horacio, por ser la posibilidad más factible y por darle un empaque de cultura clásica al artículo. Un traducción libre sería la de “agradar y educar”, y vamos a comentar también que se acuñó cuando se descubrió que los discípulos aprendían más  mejor si disfrutaban del proceso.

Y es de eso de lo que vamos a hablar, de disfrutar aprendiendo. Para ello, y relacionado con los viajes, el discípulo siempre recordará mejor aquello que toca, ve y vive que lo que lee y relee por mucho que el libro sea más o menos ameno o ilustrado. Para ello, entre otras cosas, se crearon las excursiones escolares.

Casa de las Conchas

Como es injusto señalar uno sólo de los muchos sitios en los que poder disfrutar y aprender, ya anunciamos que éste es sólo el primero de varios artículos que iremos dejando caer de vez en cuando sobre lugares en los que aprender es un goce en todos los sentidos.

Arte y saber: Salamanca

De momento, vamos a proponer una primera excursión para empaparnos de arte y saber: nos vamos a Salamanca. Claro que, una vez en la ciudad del Tormes, lo difícil es decidir qué ruta vamos a tomar, puesto que la ciudad en sí es un monumento.

Tal vez deberíamos partir de la Plaza Mayor. Se trata de una construcción levantada entre 1729 y 1756 siguiendo los planos de Alberto Churriguera y es un ejemplo claro del barroco español.

Piedras de oro

Una de las características más llamativas de la Plaza es que está construida con la bellísima piedra de Villamayor, lo que le confiere un color dorado a la luz del sol y la sensación de estar bañada en auténtico oro cuando se ilumina por la noche.

Paseemos con calma lo que uno de sus inquilinos de más renombre, Don Miguel de Unamuno definió como “Es un cuadrilátero. Irregular, per asombrosamente armónico”. Sólo quien ha visto y vivido la plaza salmantina sabe qué quiere decir “El viejo profesor”.

Caminando sin rumbo

Abandonamos la Plaza Mayor y, por la Rúa, nos acercamos a las dos catedrales salmantinas, no sin antes dejar atrás el Corrillo (cuya Historia, curiosa y truculenta, merece un capítulo aparte) y dejarnos vencer por lo grandioso de Anaya. Hemos dejado atrás, cien metros a la derecha la Clerecía, la Casa de las Conchas y, un poco más allá, la fachada de la Universidad Antigua.

Pero es que desde las catedrales todavía nos queda por ver el museo de Art Decó, el Huerto de Calixto y Melibea, atrás de nuevo, a la calle Bordadores a contemplar el palacio de Monterrey, patrimonio de los Alba, y… ¡Ay! Que no vamos a tener fin de semana suficiente para ver cuanto hay que ver.

Enseñar deleitando está muy bien, pero tampoco podemos enseñar demasiado en muy poco tiempo o el alumno se saturará y acabará por no aprender nada. Mejor, poco a poco… Otro día volveremos a Salamanca.