Diez destinos turísticos que nos empeñamos en perdernos (I)

Existen lugares, ciudades, regiones de belleza y riqueza cultural incalculable que, sin embargo, por el motivo que sea, no reciben la atención y, con ella, las visitas que se merecen. Comenzamos aquí un miniserie de tres artículos en los que vamos a hablar de diez de estos destinos que no van a hacer ricas a las agencias de viajes, aunque deberían.

El primero de los lugares de los que vamos a hablar es Trieste, en Italia. Es tanto lo que el país transalpino ofrece que muchos se olvidan de mirar hacia esta deliciosa ciudad marítima. Fronteriza con Eslovenia, se ha convertido en una maravillosa amalgama cultural.

Diez destinos turísticos que nos empeñamos en perdernos (I)

En sus tiempos de esplendor, Trieste fue el puerto más importante del Imperio Austrohúngaro y vivieron en la ciudad personajes de la talla de James Joyce –que empezó aquí su Ulises-. Si nos decidimos a ir, no nos perdamos su paseo marítimo, sus cafés de ambientación vienesa y el maravilloso ambiente de bullicio que caracteriza a las ciudades italianas.

De Europa a Asia

Continuamos viaje y arribamos a Arras, ciudad francesa, a la que quienes saben de esto de viajar recomiendan reservar como poco un día para disfrutar de sus maravillosos edificios de los siglos XVII y XVIII. Tampoco debemos perdernos las vistas desde su famoso campanario ni las dos plazas de estilo flamenco-español. Además si tenemos ocasión, deberíamos visitar parte de los 22 kilómetros de túneles que se utilizaron durante la Segunda Guerra Mundial.

Dispongámonos para unas cuantas horas de avión si queremos llegar a otro destino maravilloso e infravalorado: nos vamos a Gujarat, en la India. Está al noroeste y es uno de los lugares más tranquilos y hospitalarios de su entorno. De todo cuanto podemos disfruta, destaca la Isla de Diu, una antigua colonia  portuguesa que es un verdadero paraíso en la tierra.

Naturaleza, gastronomía y tradición

Además, desde Gujarat podemos viajar a Bhuj o a las salinas de Kutch, donde podemos observar la mayor cantidad de flamencos salvajes que hayamos visto jamás y una curiosa raza de asno salvaje, propio de la región.

Para terminar esta primera entrega, nos quedamos en Asia, más concretamente en la ciudad china de Chongquig. Allí nos vamos a encontrar con los extraordinarios paisajes del río Yangzi, que nos dejarán embobados ante lo bella que puede llagar a ser la Naturaleza. También es célebre la comida de la región, no apta para estómagos delicados o paladares que teman al picante. Es uno de los lugares donde la China del siglo XXI no consigue conquistar a la de milenios atrás.

La esquina de los tres coños

En Salamanca, allí donde se cruzan la Calle de la Compañía con la Rúa Mayor, se halla la que el ingenio estudiantil ha llamado la “Esquina de los tres coños”. Nada tiene de machista ni se relaciona el apelativo con el trabajo de meretriz alguna que desarrolle su labor en un cruce, por lo demás, céntrico y muy concurrido.

El motivo de tan curioso sobrenombre lo descubriremos paseando, por la deliciosa Calle de la Compañía (sí: la de Jesús), en dirección a la susodicha Rúa Mayor (hasta donde yo sé, no existe una Rúa Menor). Ya cerca de la intersección, si uno gira la mirada hacia la derecha, se topa con la majestuosa Clerecía.

La esquina de los tres coños

Se  trata del antiguo Real Colegio del Espíritu Santo de la Compañía de Jesús, construido a lo largo de los siglos XVII y XVIII, de estilo barroco. El nombre de Clerecía se debe a una denominación abreviada de su pertenencia a la Real Clerecía de San Marcos tras la expulsión de los jesuitas de España. En todo caso, es una construcción descomunal que pretendía dejar constancia de el poder de los jesuitas en España, ante la cual el sorprendido turista exclama: “¡Coño, qué alto!”

La bella y la mole

Entonces, abrumados, pretendemos dar unos pasos atrás, para apreciar esa maravilla, y nos giramos con que nos tapa el camino un edificio precioso, construido precisamente (o al menos como objetivo secundario) para que no podamos extasiarnos ante la mole.

Nos detiene la Casa de las Conchas levantada por un rival de los jesuitas: Rodrigo Maldonado, caballero de la Orden de Santiago. No podemos ver la gran obra jesuita, pero, ante la belleza del muro, no nos queda más remedio que exclamar: “¡Coño, qué bonito!”

Pero… ¿No eran tres?

En todo caso, uno y otro edificio están plagados de leyendas, Historia e Historias de la historia. Como la que cuenta que, debajo de una de las conchas de la fachada del palacio que lleva tal nombre se halla una moneda de oro.

Es probable que fueran los propios jesuitas quienes expandieran el rumor, con el fin de que el pueblo llano intentara encontrarla y destrozase el muro, dejando así el edificio rival sin interés y facilitando su destrucción. A la vista está que no fue así.

Pero hemos hablado de dos de los tres coños por los que el chascarrillo popular nombra la esquina ¿dónde está el tercero? La calle se acaba con ambos edificios… Sigamos caminando en el gélido invierno charro, pesando en pedir la hoja de reclamaciones por tan descarada estafa. Llegamos al final de la calle, nos asomamos a la Rúa y… “¡¡Coño, qué frío!!”

El Vaticano. Es curioso

Es curioso lo de este país. Se trata del más pequeño del mundo, con 0,493 kilómetros cuadrados (una 44 hectáreas). Es tan pequeño que una sola basílica, la de San Pedro, ocupa el 7% de su superficie, un 20%, si sumamos el área de la plaza del mismo nombre.

Viven en él, oficialmente, 900 personas y, también de manera oficial su tasa de natalidad es cero. Sus decisiones de estado las toma un monarca absoluto elegido por una élite de la que parte no posee la nacionalidad… Y sin embargo es uno de los países más influyentes del planeta.

El Vaticano

La Ciudad del Vaticano está reconocida como estado desde 1929, merced a los Pactos de Letrán y es, como todo el mundo sabe, el centro del catolicismo en todo el Planeta. La Santa Sede.

Explorando algunos “secretos”

Como hoy tenemos el día curioso, vamos a ver algunos detalles que  hacen del Vaticano un estado especial. A pesar de ser el país más pequeño de la Tierra, sus pocos habitantes sólo le confieren el séptimo lugar en cuanto a densidad de población, con 2.118 habitantes por kilómetro cuadrado. Lo superan otras seis ciudades estado –la primera es Macao, con 19.610-.

El nombre de la ciudad proviene de latín: se halla en el Monte Vaticano, cuyo nombre nace a la vez de vaticinium, ya que la colina era la sede de un oráculo etrusco. Por cierto: aunque se hablan varios idiomas, el oficial de este país es el latín.

Sólo siete gobernantes supremos

Más curiosidades –me lo estoy pasando en grande- A pesar de que la Historia nos ha dejado 265 papas hasta ahora (dato discutible, de acuerdo), el país sólo ha tenido, debido a su reciente fundación, siete soberanos.

El ejército del Vaticano es la Guardia Suiza: 100 soldados, 4 oficiales, 23 mandos intermedios, 70 alabarderos, 2 tamborileros y un capellán. Visten un uniforme diseñado en el Renacimiento por Miguel Ángel Buonarrotti  y, además del entrenamiento con armas modernas, están adiestrados en el uso de la espada y la alabarda. Por cierto: son todos varones.

¡Cómo comen en el Vaticano!

En cuanto a su gastronomía, en 2006 se publicó un  libro que recoge recetas como “la Última Cena” o los platos favoritos de algunos papas. Por cierto: ¿sabías que la salsa verde o el baño maría nacieron en las cocinas vaticanas?

Podríamos seguir con –muchos- otros detalles, más curiosidades sobre este microestado que es, al mismo tiempo uno de los más visitados, sea por ocio, sea por devoción. Pero lo que haremos será invitarte a descubrirlo, aunque eso será en otra ocasión. Ya sabes: la paciencia es una virtud.

Viajar es ensanchar el alma

Querido amigo:

Lo tuyo tiene cura. Dices que estás triste porque nada te satisface. Dices que estás frustrado porque el dinero te agobia, porque a los cuarenta aún vives en casa de tus padres y la perspectiva es quedarte en ella hasta que (esperemos que dentro de muchos años) la heredes o, menos probable, encuentres un trabajo que te permita comer algo más que patatas –con pan los domingos-.

Estás harto, y puedo llegar a comprenderlo, del ambiente que te rodea, de que en la tele unos políticos cínicos y falsos como un billete de siete euros digan que todo va a ir muy bien y que dentro de unas semanas a todos nos va a tocar la lotería, nos vamos a querer muchísimo y a darnos besitos. En la boca, claro.

Sin trabajo, sin dinero, sin vida…

Una historia real (desgraciadamente)

¡Basta ya! Te he dicho que lo tuyo tiene cura y te lo voy a demostrar con un ejemplo tan real que lo he vivido en segunda persona (a la primera vamos a cambiarle el nombre y lo llamaremos Antonio, ya que no creo que este compañero mío quiera que revele su nombre real).

Antonio es, como yo, un contador de historias, viajes y vidas, un peón de la segunda profesión más antigua del mundo y la más bonita con diferencia. Que es periodista, quiero decir. Y como periodista que es, tiene un trabajo mal pagado y peor reconocido.

Vivir para ver. Y, para ver, viajar

El caso es que él estaba más o menos en tu situación: sin trabajo, sin dinero y casi sin amor. Al borde de una depresión, vamos. Cuando, en estas, estalló la guerra de Kosovo. Decidió que algo tenía que hacer con su vida, de modo que se subió al avión que más cerca pudiera dejarlo del conflicto y luego se buscó la vida para adentrarse en los puntos más peligrosos, donde poder sacar las mejores fotos y enviar las más crudas crónicas.

Allí descubrió lo poco que vale una vida humana, lo peor del hombre. Y lo mejor de este primate a veces de puro bueno es tan tonto que aparca su instinto de supervivencia para echarle una mano a un niño o a un anciano.

Volver a un mundo que se ve con un prisma diferente

Antonio volvió. De milagro. Pero volvió. Y lo hizo transformado, optimista como pocos al darse cuenta de que lo que aquí damos por supuesto, es una quimera en muchos otros lugares. Por ejemplo, damos por supuesto que nadie nos apunta a través de una mira telescópica por el mero hecho de haber nacido en uno u otro sitio.

Entiéndeme: no te digo que viajes a un país en guerra y te pongas en peligro. Eres mi amigo. Sólo que viajes, que conozcas otros lugares, países en los que muchos venderían su riñón izquierdo por tener la mitad de lo que tú tiras.

Viaja. Conoce. Y ensancha el alma.

Las desventuras de un dominguero (II)

Si es que no aprendo: ¿Cuándo me daré cuenta de que el fin de semana no se hizo para mí? Esta vez he decidido que me apetecía  un poco de aventura, de modo que he ido de geocaching. Pudiendo echar un partido con los amigos o dedicarme intensamente al sillón-ball, voy y me dedico a ponerme perdido en busca de un tesoro que “no es tesoro ni es na’”.

El geocachin, para quien no lo sepa, consiste en mirar en Internet en qué coordenadas ha dejado alguien una caja con algo dentro. Se supone quede cierto valor. Luego, tirando de GPS, te dedicas a patear bosque, montaña o el desierto del Gobi hasta que das con el “cache” o cofre del tesoro; cambias lo que haya dentro por otro objeto de más valor y el lunes cuelgas en Internet tu maravilloso logro, diciendo lo bonito que es todo, lo majo del que dejó lo que dejara en la caja lo que tú has encontrado y lo rosado de los tonos del mundo que te rodea.

Dominguero

Pues mira: aquí está mi experiencia con este maravilloso deporte de aventura: resulta que el sábado me levanté a las cinco de la mañana –la hora de acostarme hasta no hace mucho- y me reuní con los dos buscasetas que tengo por amigos para salir en coche hacia el sitio donde se supone que estaba el cache.

¿¡A qué distancia dices que está!?

Algo iba mal: dejamos el coche aparcado a diez kilómetro de donde se suponía que estaba la caja. Cuando se lo hice notar, los tíos van y se ríen de mí: que si esto es un deporte, que si espabílate que estás oxidado, que si no estuviera jarreando y apenas hubiera amanecido ibas a ver tú.

Total, que me cargo la mochila con sus quince kilo de peso (exagero, pero no demasiado) y, bajo una lluvia que dejaría el Diluvio Universal por un chiri miri, me pongo a seguir a esas dos cabras montesas que sospecho que me invitaron a la jornada deportiva para tener a alguien de quien reírse.

Un alto en el camino, para ¿disfrutar del paisaje?

A media mañana y, según el GPS a cinco kilómetros del objetivo, nos paramos en un claro del bosque, a comer  un bocadillo. Un servidor boqueando, empapado y con barro en los rincones más insospechados de mi anatomía, creía que los kilómetros que faltaban eran los que nos habíamos pasado del escondite.

Afortunadamente, cuando ya estábamos llegando, dejó de llover. Lástima que la hierba no lo supiera y se empeñara en resbalar como si fuera hielo. Pueden dar buena cuenta de ello partes de nombre poco noble entre mi espalada y mis piernas.

¡¡Meta!! ¿Volver? ¿¡Cómo que volver!?

Llegamos. Localizamos la cajita y entonces me negué rotundamente, cuando hubimos comido, a remprender el camino de vuelta si no era en unas angarillas. Que me dejaran allí y fuera presa para los lobos. Decidle a mi mujer que muero pensando en ella y a mi banquero que la hipoteca la va a pagar su señor padre.

Mis amigos (con qué alegría uso esa palabra) se apiadaron de mí y, mientras uno se quedaba con lo que quedaba mí, el otro se acercó al coche y lo trajo a cien metros de donde yacía, exhausto y a punto de pedir que me cubrieran los párpados con los óbolos para Caronte.

Con el mismo cuidado con el que se trataría a un saco de patatas –delicadas, vale, pero patatas- me sacaron la mochila de encima, ya que yo no había sido capaz de incorporarme para hacerlo y me metieron en el asiento trasero.

Lo mío no es normal

Lo siguiente que recuerdo es haberme despertado en mi cama, con dolores atroces. Era hoy, lunes, 40 horas más tarde.  He ido a trabajar con dolores en músculos de cuya existencia no tenía conocimiento y, cada vez que tenía que dar un paso estaba a punto de pedir una ambulancia.

Pero lo peor de todo, lo más grave es que, mientras escribo esto, con rasguños y cortes que parecen fruto de una pelea con un tigre cabreado, estoy planteándome repetir el paseo el próximo fin de semana… ¿Será normal, lo mío?

¿Que qué había en la caja? Para mirarla estaba yo…

Galicia

Hoy, al mirar por la ventana he visto el cielo gris, he oído el stacatto de la lluvia sobre el tejado de chapa y, qué quieres que te diga, me he puesto nostálgico. Cumplo a rajatabla dos de los tópicos que se nos atribuyen a quienes provenimos de la verde y bella Galicia:

Respondo a las preguntas con más preguntas ¿Cómo que por qué? ¿Y por qué no iba a hacerlo?; y no me molesta en absoluto la lluvia. Bueno… hay un tercer tópico que también comparto. Pero eso era un secreto que voy a compartir contigo. Porque sí, porque me caes bien.

Galicia

El sonido quejumbroso a veces y casi siempre alegre –o la inversa, según quien la escuche- de la gaita me emociona hasta a lágrima. No se trata de morriña (palabra de la que los gallegos somos orgullosos inventores) ni de que tales o cuales notas me hagan sentir de una u otra forma: es algo más complicado y primitivo a la vez.

Los muros de Jericó

Es el timbre, el sonido de la gaita el que hace que vibre algo dentro de mí y, como los muros de Jericó al sonido de las trompetas israelitas, algo se caiga en la pared social de que los hombres no lloran y un tipo con barba espesa de dos semanas acabe llorando como un bebé de la edad de las puntas de su vello facial.

Con todos mis respetos para leoneses, asturianos, aragoneses, cántabros, zamoranos, escoceses, ingleses, irlandeses y demás pueblos que cuentan con uno u otro tipo de gaita entre sus instrumentos tradicionales, hoy me voy a mi Galicia natal, de la que me fui, pensando como escribió Rosalía de Castro, “Adiós, ríos; adiós, fontes; / adiós, regatos pequenos; / adiós, vista dos meus ollos: / non sei cando nos veremos. / Miña terra, terra miña, / terra donde me eu criei (…)”

Galicia, en todos los sentidos

Una Galicia a la que, una vez instalado en tierra amiga y acogedora como pocas pero completamente distinta, como es la manchega, regreso de vez en cuando para visitar a quienes allí quedaron y para volver a llenar mis pulmones de aire de fraga (bosque) y saciar mis ojos de mar.

Una Galicia que acoge al hijo pródigo como la madre que, por acostumbrada que esté a que sus pequeños se vayan de casa, siempre los recibe con un beso en la mejilla y un abrazo cálido, acogedor. “Hola, fillo, ¡qué fraco! Ven, toma un caldiño que trae-la alma fría” y, con un caldo de verduras, legumbres, carne, tocino y amor, nos llena de calor el estómago y el alma.

Un regreso a Galicia, la que sabe a tierra, a bosque, a mar; Galicia que suena a madre, padre, a los tuyos, tus hermanos; Galicia, que huele a día gris en una visión del paraíso apenas rozado con la punta de los dedos. En todos los sentidos, Galicia.